Cuando un católico actúa mal
P. Fernando Pascual
23-2-2013
Duelen los escándalos y antitestimonios que vienen de bautizados. Hombres y mujeres que han sido
beneficiados por la gracia de Dios, un día ofrecen la triste sorpresa de un comportamiento injusto,
egoísta, prepotente.
Hay quienes perciben esos escándalos como un motivo para acusar a la Iglesia católica. ¿Cómo, se
preguntan, ha admitido en sus filas a hombres frágiles, que una y otra vez actúan como esclavos del
dinero, del placer, de la ira, de la envidia?
La respuesta está en el mismo Evangelio: el Reino de los cielos es como una red en la que entran
peces de todos los tipos, buenos y malos (cf. Mt 13,47-50). O con la parábola de la cizaña: crecen
juntas la buena hierba y la mala ( Mt 13,24-30).
A pesar de la claridad de la enseñanza, las voces de crítica no dejan de resonar una y otra vez: ¿no
será falsa una institución que alberga a tantos pecadores?
El dedo acusatorio, sin embargo, olvida que quien actúa según la maldad de su corazón no vive de
acuerdo con las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia. Por lo mismo, su pecado es algo simplemente
personal. Ni Cristo, el Maestro Bueno, ni la Iglesia, Esposa de Cristo, son culpables de lo que hace
el mal pez o la cizaña mezclada con el trigo.
Ello no quita la pena de la misma Iglesia ante esos comportamientos. Juan Pablo II, en una carta
apostólica escrita en 1994 para preparar el Jubileo del año 2000, lo expresaba con estas palabras:
“Así es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con
una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo
largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en
vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y
actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo. La Iglesia, aun siendo santa
por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: reconoce siempre como suyos,
delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores” (carta apostólica “Tertio millennio
adveniente”, n. 33).
Gracias a Dios, por encima de esos escándalos del pasado y del presente, brilla el testimonio de
miles de bautizados que viven según el Evangelio. Con sus vidas transparentan la potencia de la
acción de Dios en los corazones, la belleza de la fe, el dinamismo de la esperanza, el inagotable
impulso de la caridad.
La historia humana sigue su camino. En el mismo, Cristo lanza las redes, ofrece su Sangre, enseña
las Bienaventuranzas. Quien lo rechaza, aunque tenga su nombre escrito en un libro de la parroquia,
se coloca del lado del mal. Quien lo acoge, permite que la fuerza de Dios cambie un corazón y actúe
como fermento en un mundo necesitado de belleza, de verdad y de vida.