La fe según san Juan de Ávila
P. Fernando Pascual
29-12-2012
Tenemos fe. Al menos, eso decimos. Si nos preguntan por qué creemos, las respuestas pueden ser
diferentes, y algunas de ellas ofrecen motivos equivocados.
Un gran experto en espiritualidad y doctor de la Iglesia, san Juan de Ávila (1500-1569), subrayaba
que la fe es, ante todo, un don de Dios, un “atraimiento divino”. No es, por lo tanto, algo que
procede del ambiente en el que uno vive. Así lo explicaba en su famosa obra “Audi, filia”:
“La verdadera fe cristiana no está arrimada a decir: «nací de cristianos», o «veo a otros ser
cristianos, y por eso soy cristiano», y «oyo [=oigo] decir a otros que la fe es verdadera y por eso la
creo»; porque a hombre principalmente cree, no mirando a Dios. Mas esta otra es un atraimiento
divino que hace el Eterno Padre, haciendo creer con gran firmeza y certidumbre, que Jesucristo es
su único Hijo, con todo lo demás que de él cree su esposa la Iglesia, en la cual está el verdadero
conocimiento y culto de Dios, y fuera de ella no hay sino error y muerte y condenación. Y el que así
cree es el que oyó y aprendió del Padre, y el que dicen los profetas que es enseñado por Dios ( Jn
6,45; cf. Is 54,13)”.
Creer, entonces, significa dejarse enseñar por Dios, escucharle y acoger su Palabra desde la esposa
de Cristo, la Iglesia. Es un acto que se realiza en la libertad y que implica una vida y un amor
activos. Volvamos a escuchar a san Juan de Ávila:
“Y cuando hablamos de fe, no entendáis de fe muerta, mas de la viva, la cual dice san Pablo que es
fe que obra mediante el amor ( Gal 5,6). Como cuando hablamos de hombres o de caballos, no
entendemos de los muertos, mas de los que viven y sienten, y obran obras de vida. Y esta fe no es
de nuestras fuerzas ni se hereda de nuestros pasados, mas obra de divina inspiración, como lo
afirma en el evangelio Jesucristo nuestro Señor, diciendo: «Ninguno puede venir a mí, si mi Padre
no le trajere, y yo le resucitaré en el día postrero. Escripto está en los profetas: Serán todos
enseñados de Dios. Todo aquel que oyó y aprendió de mi Padre viene a mí» ( Jn 6,44-45)”.
Si uno se deja enseñar por Dios, adquiere una firmeza y una seguridad especiales: está fundado
sobre Roca. Por eso el verdadero creyente no dejaría su fe incluso si todos los hombres sucumbieran
a su lado, pues cree desde Dios. Seguimos con el texto del “Audi, filia”:
“Y por eso, aunque viese titubear o caer a todos los hombres, no se turbaría él por las caídas de
ellos, pues que no creía por ellos; mas, arrimándose a Dios, cree su fe con mucho deleite, aun hasta
derramar de buena gana la sangre en confirmación de esta verdad. De la cual está tan cierto que ni
aun por pensamiento cosa contraria le pasa, o, si pasa, es tan de paso que ninguna pena da en el
corazón de quien así cree”.
¿Es posible llegar a tener una fe así de sólida y convencida? Si la pedimos a Dios, sí, como indica
san Juan de Ávila:
“Esta fe debemos pedir con mucha instancia al Señor, si no la tenemos con la certidumbre ya dicha;
o, si la tenemos, pedir que la conserve y acreciente, como la pedían los apóstoles diciendo:
Acreciéntanos, Señor, la fe ( Lc 17,6).
Y si algún rato se atibiare, debemos convertir los ojos del entendimiento a la cierta y suma verdad
de Dios, que es el sol de donde ella nace, para que sus rayos calienten y alumbren y esfuercen
nuestra flaqueza y tinieblas, y nos confirmen más y más en esta verdad, con condición que, teniendo
esta fe, seamos fieles al dador de ella, conociendo que lo somos por él, y no por nosotros ni por
nuestros merecimientos, como lo amonesta san Pablo, diciendo: Por gracia sois hechos salvos
mediante la fe ( Ef 2,8).
Y entonces no es de vosotros, porque don de Dios es, no de vuestras obras, porque ninguno se
gloríe (cf. 1Cor 1,29-31). De lo cual parece que ningún achaque ni ocasión pueden tener los
hombres vanos para atribuir a sí mismos la gloria de este divino edificio, que somos nosotros; el
cual consiste en fe y caridad, pues que la fe, que es el principio de todo el bien, es atraimiento de
Dios, como dice el Evangelio, y don gracioso de él, como dice el bienaventurado San Pablo, y la
caridad, que es el fin y perfección de la obra, tampoco es de nuestra cosecha, mas como dice el
Apóstol: es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es dado ( Rm 5,5)”.