La verdad, ¿la escriben los jueces?
P. Fernando Pascual
17-11-2012
En 1857, la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró que un negro que hubiera nacido de
padres esclavos, según la ley civil, no sería ciudadano americano. Por lo tanto, estaría privado de los
derechos estipulados en las leyes del país.
Después de más de un siglo, en 1973, la Corte Suprema del mismo país declaró que el embrión y el
feto humano antes de nacer no serían personas defendibles por la ley.
En 2012, un fallo del Tribunal Constitucional de España declaraba que es correcto legalizar el
matrimonio entre personas del mismo sexo, porque una ley en ese sentido estaría de acuerdo con la
Constitución española.
Cada sentencia se basa en las leyes. Si las leyes son buenas, la sentencia podría ser buena (no
siempre, por desgracia). Si las leyes son malas, la sentencia puede ser mala (no siempre, menos
mal).
En la mente y en el corazón de los jueces está en juego mucho más que discutir sobre un tema
candente o polémico. Según sus votos, algo bueno será salvaguardado o algo malo será permitido.
La historia demuestra que una sentencia puede ser formalmente correcta pero contenutísticamente
equivocada. Los tres ejemplos antes aducidos muestran cómo algunos jueces pueden ir contra la
verdad y contra el bien común de un pueblo, al declarar como “justo” o correcto lo que ni es justo ni
es correcto.
Porque considerar la esclavitud como legítima va contra el derecho fundamental que todo ser
humano tiene de ser respetado en su dignidad. Porque ver el aborto como un asunto privado de la
mujer lleva a desproteger la vida de millones de hijos que ya han sido eliminados por el aborto.
Porque dictaminar que es correcta una ley que permite el matrimonio entre personas del mismo
sexo es no entender la naturaleza del matrimonio y considerarlo como un simple pacto basado en el
deseo, cuando tiene su origen en una complementariedad que está orientada, de por sí, hacia la
apertura a la vida.
Menos mal que la verdad no la escriben ni los jueces, ni los parlamentos, ni una votación popular,
ni los medios de comunicación, ni el dictador de turno, ni organismos internacionales controlados
por personas que a veces nunca han sido votadas por nadie.
Por encima de decisiones arbitrarias, la verdad mantiene una fuerza interior que tarde o temprano
permite denunciar mentiras y luchar a favor de aquellos principios básicos que garantizan la vida de
los pueblos, la identidad de la familia como célula de la sociedad, y los derechos fundamentales que
deben ser reconocidos a cada individuo, especialmente a los más débiles y necesitados.