24. LA OVEJA PERDIDA
“En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los
pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:
«Ése acoge a los pecadores y come con ellos»
Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y
se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la
descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre
los hombros, muy contento reúne a los amigos para decirles: "¡Felicitadme!,
he encontrado la oveja que se me había perdido. Y si una mujer tiene diez
monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca
con cuidado, hasta que la encuentra? ( Lc 15,1-32).
El evangelio según San Lucas narra, de modo sublime, el misterio
insondable de la bondad infinita de Dios, Padre, en estas tres parábolas de la
misericordia, perlas de las parábolas: La oveja perdida, el dracma y el hijo pródigo.
Las dos primeras parábolas insisten en la alegría que Dios siente cuando un
pecador se convierte. En la primera parábola, la oveja descarriada se pierde “fuera”
de casa; en la segunda, la moneda se pierde “dentro” de casa. Los de cerca y los
de lejos, todos son buscados y, hallados, vienen a Dios. “Todos hemos pecado”
(Rom 3,23), dirá San Pablo. Jesús proclama el gozo de un Dios, Padre y Madre, que
otea le camino, que sale, espera, busca al hombre y lo abraza a su vuelta a la vida.
Aquella oveja y aquella moneda tienen en común el ser objeto del amor inmenso de
Dios, que va a los que están perdidos. Con ello, Jesús intenta justificar su trato a
los publicanos y pecadores y presenta a Dios, como pastor que cuida de todas las
ovejas, en especial, de las descarriadas y perdidas.
La finalidad de esta parábola de la oveja perdida es evidente: Así como el
pastor busca la oveja perdida, Dios, al pecador; es voluntad clara de Dios que no se
pierda ni uno de sus “peque￱uelos”. La misericordia de Dios por el pecador es tal
que no sólo le ofrece su perdón estático, sino una misericordia dinámica: lo busca
de mil formas, hasta hallarlo en su perdición; y eso se confirma por la alegría que
se da en el cielo por el encuentro. Dejar las noventa y nueve, salir a buscarla y
traerla sobre los hombros, es muestra de la alegría; convocar a los vecinos para
que se alegren del hallazgo es un rasgo que indica una finalidad superior de señalar
la solicitud y gozo de Dios en la búsqueda y conversión del pecador; se convocan a
familiares y amigos para celebrar el acontecimiento; se festeja la idea de buscar y
la alegría de encontrar. Sin duda, Dios no es que ame más al pecador arrepentido
que a los justos que dejó esperando, esto es una simple paradoja oriental, pues,
Dios quiere a todos por igual.
La parábola del hijo pródigo, propia de San Lucas, es una página de las más
bellas de la Literatura Universal y de las más profundas en riqueza teológica del
Evangelio; incide, con efusión y ternura, en la misericordia de Dios sobre el pecador
arrepentido. Todos los elementos muestran la solicitud de Dios por el pecador para
perdonarlo. Literariamente es una parábola, aunque con algunos elementos
alegorizantes. La figura del padre es el núcleo del texto. El tema central no es «el
hijo pródigo», sino el perenne perdón de Dios, Padre y Madre, que ansioso espera e
indaga para abrazar siempre.
Estas parábolas ponen la mirada en el valor de la conversión y la
reconciliaci￳n del hombre con un Dios que “no quiere la muerte del pecador, sino
que se convierta y viva” (Ez 18,23). Mientras los fariseos y maestros de la ley se
mantienen a distancia de los pecadores por fidelidad a la Ley (Ex 23,1; Sal 1,1;
26,5), estos -gentes que no se preocupaban de la pureza «legal» farisaica- acudían
a Cristo para oírlo. Por esto, los fariseos y escribas censuran que come y acoge a
los pecadores. Las tres parábolas responden a esta acusación. Originariamente, son
la respuesta de Cristo a las críticas farisaicas ante la admisión de «pecadores» en el
reino. Jesucristo de forma indirecta, argumenta, que su conducta refleja la acción
amorosa de Dios mismo. Al "excluirme a mí, renunciáis al Dios Verdadero".
San Pablo escribe a Timoteo: “ Doy gracias a Cristo Jesús, Nuestro Señor, que me
hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo …” (1
Tm 1,12-17). Recuerda su pasado de “blasfemo, perseguidor y violento”, y se
presenta pecador redimido por el gesto gratuito de Cristo, que realizó aquel
sorprendente cambio, todo eso ha sido borrado por la misericordia de Dios y la
gracia de Cristo, que, al mismo tiempo, abre un futuro de luz y de esperanza en su
vida; no sólo ha recibido el perdón amoroso de Dios en Cristo, sino también que ha
sido “ejemplo de los que van a creer, para obtener la vida eterna”. No quiere que
admiremos su conducta ni sus virtudes, sino la manifestación de la misericordia de
Dios en él, -ciertamente, distinto de la hiperbólica y alienante descripción de
méritos y milagros en tantas biografías de santos-. “La misericordia de Dios
conmigo, nos dice Pablo, es una simple muestra de lo que hará también con
vosotros” (cf. v.16). Partiendo de esta visión nunca estallaría en la comunidad el
conflicto jerarquía-fieles; conflicto que, por otra parte, se convierte en insoluble,
cuando una de las dos partes contendientes pretende tener el monopolio, ya sea
del trigo, ya de la cizaña. Es una herejía práctica creer y actuar como si el trigo o la
cizaña estuvieran solamente en una de las partes.
Jesús se manifiesta testigo excepcional del amor de Dios; lo que los
maestros de la ley le critican no es que hable del perdón al pecador arrepentido, ya
muchos textos del Antiguo Testamento hablaban del perdón divino. Lo que
sorprende radicalmente es la conducta de Jesús, que, en lugar de condenar, como
Jonás o Juan Bautista, o exigir sacrificios rituales, para la purificación, como los
sacerdotes, come y bebe con los pecadores, los acoge y les abre gratuitamente un
horizonte nuevo de vida y de esperanza. Esta es la tesis que hoy inculcan las
parábolas; su objetivo primario reside en ilustrar la raíz profunda de la misericordia
de un Dios que Jesucristo manifiesta y llama “Padre”. “Acuérdense de sus palabras,
dice Santa Teresa de Jesús, y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me
cansé de ofenderle, que su Majestad de dejar de perdonarme. Nunca se cansa de
dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir.
Sea bendito por siempre, amén y alábenle todas las cosas” (Libro de la Vida 19,15).
Camilo Valverde Mudarra