Experimentación, embriones y animales
P. Fernando Pascual
22-9-2012
Hay quienes piensan que experimentar con embriones humanos permitirá importantes progresos en
la medicina. Por lo mismo, consideran que es oportuno, incluso necesario, dejar abierta esta vía de
investigación para así dar esperanzas a millones de enfermos.
Al mismo tiempo, hay quienes rechazan la experimentación con animales. Consideran que los
animales tienen ciertos “derechos” y no pueden ser tratados simplemente como material biológico,
ni siquiera cuando los experimentos sobre animales sirvan para descubrir importantes terapias para
los seres humanos enfermos.
Si consideramos juntas estas dos posiciones, resultaría que hay animales defendidos y seres
humanos desamparados en su primera etapa de vida. Esos animales contarían con aliados
convencidos, que buscan una y otra vez maneras que reciban un trato “adecuado”. Al mismo
tiempo, embriones humanos serían vistos simplemente como material biológico valioso, para usar y
tirar, por lo que estarían mucho más desprotegidos que ciertos animales, como ocurre ya en aquellos
países que ponen serios obstáculos legales a la experimentación con animales mientras permiten el
uso de embriones humanos en algunos experimentos.
Alguno observará, y con razón, que un ratón o un mono están mucho más desarrollados que un
pequeño embrión humano. Además, el ratón y el mono se mueven, dan señales de sensibilidad,
incluso pueden emitir sonidos. El embrión humano, en cambio, es tan pequeño y tan “incapacitado”,
que no aparecería ante los ojos del observador como un ser digno de respeto, sino simplemente
como un puñado de células más o menos organizado.
Sin embargo, entre el embrión humano y el ratón hay una diferencia profunda: el primero pertenece
al género humano y el segundo no. Y los miembros del género humano tienen un estatuto particular
que les hace dignos de derechos.
Ese es el planteamiento que ha generado lo que conocemos como “derechos humanos”, que valen
para todos los seres humanos, sin discriminaciones debidas al tamaño, al coeficiente intelectual, al
sexo o a otras características. Si un ser humano es un sujeto de derechos, su vida vale mucho más de
lo que pueda valer la vida de un animal más o menos simpático.
Hay quienes, no podemos negarlo, rechazan la validez de los derechos humanos, o consideran que
no todos los seres humanos tienen los mismos derechos. Este tipo de posturas se explica desde
planteamientos que justifican discriminaciones: tienen dignidad y derechos aquellos seres humanos
que reúnen ciertas características, y no los tienen quienes no llegan a esas características.
Pero, ¿cuáles son esas características? ¿Y quién las establece y según qué criterios? Existen al
respecto muchas posibilidades y teorías, que van desde los racistas (tienen derechos los que son de
tales razas) hasta los “tamañistas” (tienen derechos quienes han llegado a cierto tamaño en su
desarrollo), pasando por los que se fijan en el sexo, o en el coeficiente intelectual, o en el rédito, etc.
Pero si el ser humano posee dignidad propia y tiene derechos, es simplemente en cuanto ser
humano, no en cuanto reciba una etiqueta de calidad otorgada según criterios variables y arbitrarios.
En el mundo en el que vivimos es posible escuchar todo tipo de teorías. Pero caemos en una
situación paradójica e injusta si ocurre, como de hecho ocurre, que hay países donde golpear a
ciertos animales es castigado por la ley mientras que la eliminación de los hijos en el seno de sus
madres (aborto) es reconocido como un “derecho”.
No hay justicia allí donde un ser humano, por su pequeñez o por otros motivos, es tratado con una
violencia injustificada. Al revés, la justicia empieza allí donde cada ser humano, pequeño o grande,
sano o enfermo, rico o pobre, es tratado y defendido en sus derechos fundamentales, empezando por
el derecho básico: el que tiene a ser respetado en su propia vida.