22. DE LOS INVITADOS A UNA BODA
Notando Jesús que los convidados escogían los primeros puestos, les
propuso esta parábola: Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el
puesto principal, no sea que haya otro de más categoría que tú y venga el
que te invitó y te diga: "Cédele el puesto a éste", y entonces, avergonzado,
tengas que ir a ocupar el último lugar. Por el contrario, cuando te inviten,
ponte en el último asiento, y, cuando venga el anfitrión, te dirá "Amigo, sube
más arriba". Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque
el que se ensalza será humillado y el que se humilla será enaltecido (Lc 14,7-
11 ).
El evangelio según San Lucas propone, en esta parábola, la humildad.
Una virtud de valor imprescindible, para acceder al banquete del Reino que trae
Jesucristo.
La verdadera humildad, en su realidad exacta es, como dice Santa Teresa de
Jesús, “andar en verdad delante de Dios y de los hombres”. La humildad es la
verdad. No está en la falsa y ridícula humillación; reside en conocerse realmente y
en aceptarse sin rodeos, en ponerse siempre en el sitio debido y cumplir la función
personal, siempre, en la rectitud de la justicia y de la caridad, con proyección a la
paz. El cristiano “ha de estar para servir y no para ser servido”, como el Maestro,
que, adoptando la labor de esclavo, se inclina y lava los pies a sus comensales; Él,
siendo el Primero, “me llamáis Maestro, y hacéis bien, porque lo soy”, se muestra el
último. Jesús, se entrega y se da a los demás, sin esperar nada a cambio, su
donación es un regalo gratuito.
Frente al vil mercantilismo y oportunismo que danza en la actualidad, el
discípulo de Jesucristo ha de dar sin mirar cómo, cuándo y cuánto da. Y se siente
lleno y agradecido de poder hacerlo, de ser útil, cercano y solidario con los pobres y
desechados, que “no pueden pagarle”. El valor del hombre se calcula, no por las
posesiones y cargos, sino por el monto de bienes interiores del alma, por el caudal
de amor y por la sabiduría con que vive y obra. Existe una evidente conexión entre
humildad y sabiduría. De ahí el valor que tiene la sabiduría y el discernimiento en la
vida del creyente: “El corazón del hombre inteligente medita los proverbios, y el
sabio anhela tener oídos atentos”. El que sabe oír y escuchar, demuestra sencillez y
conocimiento de la realidad y de Dios.
Jesús, en esta parábola de hoy de sentido teológico, enseña que es
terminantemente ineludible doblegar la soberbia, la vanidad y el fingimiento. Entrar
en el Reino requiere sencillez, conciencia del propio ser y sentido de la propia
precisión, “el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. El
Reino y el amor de Dios son dones gratuitos del Señor; se ha de renunciar a
pretensiones y rechazar toda excusa y subterfugio. No son los propios méritos, sino
la dádiva clemente y graciosa de Dios, la que nos levantará de nuestra propia
indigencia y nos dirá: “Amigo, sube más arriba”. El Reino exige el máximo, el
abrirse al amor generoso e ilimitado, en preferencia a los inválidos, a los excluidos
y marginados de la tierra que no pueden pagar ni ofrecer nada a cambio. En un
banquete, signo del Reino de Dios, Jesús pide la humildad y el amor desinteresado
al prójimo desechado y oprimido.
Jesús propone una conducta que deseche el quedar bien, el interés
económico o social o la espera de recompensa. La vida cristiana y la filiación
fundamental de los hijos de Dios se halla en el desinterés, en la generosidad y el
amor evangélico: “ Vosotros amad a vuestros enemigos, haced el bien y dad sin
esperar nada a cambio; así vuestra recompensa será grande y seréis hijos del
Altísimo ” (Lc 6,34-35).
La humildad y el amor generoso fundamentan el espíritu evangélico del
cristiano. La humildad lleva a la intimidad con Dios; el amor desinteresado y
universal conduce al prójimo. El orgullo y el apego al lucro y a las riquezas, impiden
sentarse en la mesa del Reino y destruyen la libertad del desprendimiento y de la
sencillez. Incapacitan para seguir el mensaje de Jesús. Al que vive el Evangelio, le
basta el ser un invitado, no el puesto en la mesa; lo colma y realiza el amor que
Dios le tiene y no ambiciona prestigio ni poder; invierte en bondad, en honra y
caridad, y lo hace con altruismo, a manos llenas, a fondo perdido. Desdeña la
altivez, los dividendos y los triunfos, practica los dictados de la buena voluntad y de
la indulgencia; su norte está en la humildad, que es la verdad. El egoísmo y la
ambición ciegan en la petulancia y ocultan la identidad y la dignidad del otro; llevan
al menosprecio de los demás y al maltrato de los inferiores y corrompen la
convivencia con la desigualdad y con maléfica injusticia.
Los invitados de Jesucristo se consideran los "últimos", no tienen
sinceramente pretensiones ni vanidades, viven la coherencia y humildad. La
invitación llega no por merecimientos humanos, sino por gracia. La humildad
cristiana no consiste en remilgos y gestos farsantes, sino en reconocernos pobres,
débiles y pecadores y, por ello, en acomodar el pensamiento y la voluntad a la
Palabra de Cristo con la conversión, la sencillez y la bondad. “Amaos los unos a los
otros, como yo os he amado” (Jn 13,34), esta es la norma esencial.
Camilo Valverde Mudarra