Momentos difíciles y momentos de prueba
Rebeca Reynaud
John Henry Newman nació en 1801 y se hizo presbítero anglicano en 1825. En su
época, Oxford no sólo era una universidad que formaba a los líderes del país, sino
también donde se formaba el clero anglicano.
Newman se formaba en el Trinity College. Posteriormente trabaja en Oriel College
como fellow o instructor de alumnos. Pasaron veinte años y, después de
reflexionarlo y orar, Newman se convierte al catolicismo. Fue duro dejar la iglesia
en la que había crecido, para introducirse entre desconocidos con quienes no sentía
ninguna afinidad. Por entonces, la Iglesia Católica en Inglaterra seguía siendo una
Iglesia perseguida. Seis meses después de llegar a Roma para cursar los estudios
eclesiásticos, fue ordenado sacerdote. Su nivel de educación y cultura era muy
superior al de sus profesores y compañeros; pero siguió adelante. Por encargo
papal, trabajó en la realización de la primera Universidad Católica de Irlanda. Pudo
darse cuenta de las duras imposiciones de la corona inglesa sobre Irlanda. Sufrió al
comprobar que la Iglesia verdadera de Cristo estaba igualmente formada por
hombres, con defectos, limitaciones y debilidades.
Durante la segunda mitad de su vida sufrió persecución de parte de algunos
anglicanos, pero también sufrió igualmente la sospecha de algunos católicos. Sin
embargo, al final de su vida pudo reconciliarse con el mundo inglés que amaba y el
Papa León XIII lo hizo cardenal en 1879. Él no lo deseaba, pero ello confirmó que
sus esfuerzos por servir a la Iglesia habían dado fruto.
Newman fallece en 1890, y, el 18 de septiembre de 2010, el Papa Benedicto XVI
presidió su beatificación en Coventry. John Heny Newman es el más brillante
converso inglés al catolicismo del siglo XIX.
Como Heny Newman, toda persona que lucha por ser coherente tiene también sus
momentos difíciles y sus momentos de prueba. Lo importante es no perder la paz ni
la alegría, sino saber que el dolor purifica el alma, y tarde o temprano lleva fruto. A
esa persona se le podría decir con certeza: “Si eres fiel serás probado, zarandeado,
hecho aicos”.
Cuando se sufre una grave injusticia o una incomprensión hay que saber que el
Señor lo ha permitido para nuestro bien indudablemente . El hombre de fe sabe que
su vida no puede depender de las reacciones de los demás o de su aceptación.
Sabe que –como Newman-, cuanto más dones se tienen, más riesgos se corren.
El hombre es desdichado porque no sabe que es feliz. San Agustín escribió: “Dios
lo que más odia después del pecado es la tristeza, porque nos predispone al
pecado”. Efectivamente, la tristeza origina faltas de caridad, despierta el afán de
compensaciones y permite, con frecuencia, que el alma no luche con prontitud ante
las tentaciones. “La tristeza mueve a la ira y al enojo”, dice San Gregorio Magno
( Moralia 1,31,31).
León Tolstoi, literato ruso, plantea tres frentes de lucha:
1º La pasión por el juego. Lucha posible.
2º La sensualidad. Lucha muy difícil.
3º La vanidad. La más terrible de todas.
¿Por qué la vanidad es tan terrible? San Bernardo asegura que la vanidad derriba
de lo más alto a lo más bajo, y la humildad levanta de lo más bajo a lo más
alto”...Por eso, en su libro La autoestima del cristiano, Michel Esparza dice: “A la
larga, el orgullo siempre resulta ser el peor de los vicios y la humildad la más
importante de las virtudes” (p. 28).
El orgullo es un problema universal que no se resuelve mientras cada uno de
nosotros no reconozca que está personalmente implicado en el asunto.”Si alguien
quiere adquirir la humildad –afirma C.S. Lewis-, creo que puedo decirle cuál es el
primer paso. El primer paso es darse cuenta de que uno es orgulloso. Y este paso
no es pequeo... Si piensas que no eres vanidoso, es que eres vanidoso de verdad”
(Cfr. Mero Cristianismo, p. 141).
El hombre actual se considera con todos los derechos pero sin obligaciones, y a
veces desconoce que, si está bautizado, tiene un llamado a la santidad. ¿Por qué es
importante hacer conciencia de la llamada recibida en el Bautismo? Porque un santo
importa a Dios más que cientos o miles de tibios, por eso hemos de tener el ideal
de ser santos en las ocupaciones más ordinarias de cada día. Puede dar miedo
plantearse ser luchar por ser santos porque se sabe que los santos han pasado por
pruebas de todo tipo, y paradójicamente, a pesar del dolor han vivido con alegría.
San Pablo nos dice: Luchamos en medio de la honra y de la deshonra, en calumnia
y en buena fama; como impostores siendo veraces; como desconocidos siendo bien
conocidos; como moribundos, y ya veis que vivimos; como castigados, pero no
muertos; como tristes pero siempre alegres; como pobres pero enriqueciendo a
muchos; como quienes nada tienen, aunque poseyéndolo todo (2ª Corintios 6, 8-
10). Y aade: “La leve tribulacin de un instante se convierte para nosotros,
incomparablemente, en una gloria eterna y consistente” (2ª Cor 4, 17).
San Pedro también comparte su experiencia cuando escribe: “No se sorprendan del
fuego de persecución que ha surgido que ha prendido por ahí para ponerlos a
prueba, como si les sobreviniera algo nunca visto. Al contrario, alégrense de
compartir ahora los padecimientos de Cristo, para que, cuando se manifieste su
gloria, el júbilo de ustedes sea desbordante” (1ª Carta, 4, 7-14).
Muchos deseamos atraer la benevolencia divina ¿pero cómo? El Papa Benedicto XVI
dice: “Toda prueba aceptada con resignacin es meritoria y atrae la benevolencia
divina sobre la humanidad entera” (Mensaje para la 14ª Jornada mundial del
enfermo, 11-II-2006). Ahora bien, hay que pedir al Espíritu Santo saber discernir
“entre la prueba , que nos hace crecer en el bien, y la tentación , que conduce al
pecado y a la muerte” (CCEC, n. 596).
Los primeros cristianos pasaron por muchas pruebas: de incomprensión,
persecución, maledicencias..., y las llevaron con alegría porque se acordaban de
que Jesús dijo: “Bienaventurados cuando los injurien, los persigan y digan cosas
falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio
será grande en los cielos, puesto que de la misma manera persiguieron a los
profetas que vivieron antes que ustedes” (Mateo 5, 11-12).
Se trata entonces, de edificar nuestra vida sobre cimientos sólidos, para no ser
arrebatados cuando brame el vendaval o las olas furiosas del enemigo. Por eso
Jesús dijo: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a
un hombre prudente, que edificó su casa sobre roca. Vino la lluvia, bajaron las
crecientes, se desataron los vientos y dieron contra aquella casa; pero no se cayó,
porque estaba construida sobre roca” (Mateo 7, 24-25).
El dolor es una flecha que apunta a Dios, pero a veces apunta a la desesperación;
la voluntad se subleva. El dolor subraya el tema de la limitación. Hay situaciones en
que el corazón humano se queda demasiado pequeño, necesitamos pedir el amor
de Dios para amar. Dios es cariño concreto, contante y sonante.
Cristo nos podría decir: Contemplen mi sacrificio para que puedan soportar el suyo
con serenidad. Les pido que me amen, ya que les he dado tanto amor
sacrificándome. Para llegar a amarme es necesario atravesar los caminos más
difíciles. En el dolor y el sufrimiento el hombre se rebela contra Mí, pero Yo,
estando siempre en su corazón, aguardo en un rinconcito oscuro de ese corazón el
instante en que la rebelión se transforma, primero en aceptación y luego en amor
por mí. Porque Yo voy al encuentro del que sufre, aun en rebeldía, y consigo
siempre traer al que sufre entre mis brazos; entonces, hablo al corazón doliente y
le hago mis promesas de una alegría futura. El don más grande que hacemos a los
hombres, es la fe. Es un don para la vida terrena y, sobre todo, para obtener la
vida más allá de la vida.
Juan Pablo II decía que le tenía más miedo al estado de bienestar de Suecia que a
la persecución de Stalin, porque la persecución nos hace vibrar; en cambio, el
bienestar lleva a la tibieza, al aburguesamiento del alma.