El matrimonio indisoluble
Rebeca Reynaud
Para amar el matrimonio hay que conocerlo. Sabemos que hay dos formas de
amar: el amor de esclavitud (concupiscencia) y el amor de libertad (amor de
benevolencia). El primero tiende a la alienación, a la servidumbre. Se expresa en
estados psicológicos de turbación, de ansiedad y de celos. El segundo tiende a la
libertad. Se expresa en estados psicológicos de paz, expansión, felicidad.
Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un
vínculo
perpetuo y exclusivo
por el que los esposos quedan como consagrados por un sacramento peculiar. Su
consentimiento es sellado por el mismo Dios. De su alianza nace una institución
estable por ordenación divina, por eso el matrimonio no puede ser disuelto jamás
(cfr. CEC, 1639).
“De manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,6). Más allá de la unión
en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma, exige
la
indisolubilidad
y la
fidelidad
de la donación recíproca definitiva; y se abre a
la
fecundidad.
Existen situaciones en que la convivencia se hace imposible. En tales casos la
Iglesia admite la
separación
física de los esposos. Los esposos no cesan de ser
marido y mujer ante Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta
situación la mejor solución sería la reconciliación.
Jesús dijo: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra
aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio (Marcos,
10,11-12).
Si hay una nueva unión, la Iglesia no la puede reconocer como válida, si era válido
el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en
una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. El divorcio es una
forma de suicidio porque separa la carne que es una. La única institución que dice
“no” al divorcio es la Iglesia , porque sabe que el divorcio te hace mentiroso y
traidor, hiere a los hijos y destruye la alianza.
El profeta
Malaquías
escribe en el siglo VI a.C.:
“¿No los ha hecho Dios un solo
ser, dotado de carne y espíritu? Y este uno ¿qué busca? Una posteridad concedida
por Dios. Guardad, pues, vuestro espíritu, y no traiciones a la esposa de tu
juventud. Porque yo odio el repudio”
(2, 13-16).
Es fundamental que el alma logre oír a Dios en la oración, sino lo guía la
conveniencia y el propio egoísmo. Nuestra petición, al rezar el Padrenuestro, de ser
perdonados, será atendida a condición de que nosotros, antes, hayamos
perdonado. “La misericordia penetra en nuestros corazones solamente si también
nosotros sabemos perdonar, incluso a nuestros enemigos. Aunque para el hombre
parece imposible cumplir con esta exigencia, el corazón que se entrega al Espíritu
Santo puede, a ejemplo de Cristo, amar hasta el extremo de la caridad, cambiar la
herida en compasión, transformar la ofensa en intercesión. El perdón participa de la
misericordia divina” (cfr. CCEC, n. 595), por eso, nos hagan lo que nos hagan,
hemos de perdonar: Perdono todo y pido perdón a Dios.
El perdón no consiste en una sabiduría ni un conocimiento ni una ciencia, sino que
es saber del corazón que transmite paz y alegría. El Papa dice que “sólo en el
perdón se realiza la verdadera renovación del mundo. Nada puede mejorar en el
mundo si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón.
Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el
Señor. Un perdón que no aleja el mal sólo con palabras, sino que realmente lo
destruye. Esto sólo puede suceder con el sufrimiento, y sucedió realmente con el
amor sufriente de Cristo, del que recibimos el poder del perdón” (15 V 05). Por eso
el sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia.
Cuando seguimos el consejo del Señor de perdonar, ¡qué felices somos! No
libramos de una carga pesada.
Hay que pedir al Espíritu Santo saber discernir “entre la
prueba
, que nos hace
crecer en el bien, y la
tentación
, que conduce al pecado y a la muerte” (CCEC, n.
596).
“Para amar el matrimonio hay que conocerlo”, decía al principio, y conocerlo porque
uno nace como fruto de un matrimonio, y uno es feliz cuando ese matrimonio es
bien avenido. Algunas personas hemos renunciado al matrimonio por el Reino de
los Cielos; y vemos al matrimonio como algo grande,
sacramentum magnum
, así
que dejamos algo que vale mucho para seguir un llamado del cielo. Si los que
vivimos el celibato apostólico no valoráramos el matrimonio, ¿qué chiste tendría
dejarlo?
Todo el mundo quiere tener una familia, quiere protección y cariño, por eso es tan
importante cuidar la nuestra y la de los demás. ¿Cómo? Tratando de cuidar los
momentos de convivencia; que todos lleguen a las comidas, procurar salir juntos,
o al menos dos, de compras, a hacer ejercicio o a tomar algo. También ayuda a la
unidad participar en la construcción del hogar con pequeños servicios: lavar los
platos, cortar el césped, llevar a la terminal de autobuses o al aeropuerto a otro de
la familia. Ayuda al ambiente el leer libros buenos y comentarlos en el seno del
hogar.
La salvación del todo está en la santidad. El amor de Dios no está reñido con el
amor de uno mismo, pero lo quiere ordenado. Un santo importa a Dios más que
cientos o miles de tibios.