Mortificación interior
Rebeca Reynaud
León Tolstoi, autor ruso que conoce a fondo el corazón humano, dice que hay tres
frentes de lucha, entre otros:
1º La pasión por el juego. Lucha posible.
2º La sensualidad. Lucha muy difícil.
3º La vanidad. La más terrible de todas.
Y así es.
En nuestra alma, junto con el amor a Dios que va creciendo, todos llevamos la raíz
de la soberbia. No es posible extirparla completamente, pero sí podemos cortar sus
brotes, y esto es lo que nos pide Dios y lo que alcanzamos, con su ayuda. En este
sentido, mortificar la lengua es tanto como podar los brotes del egoísmo
Los Apóstoles entendían a veces poco, a veces mucho, pero cuando Jesucristo les
habla de la Cruz, no entienden nada… Con el paso del tiempo, llegaron a entender
tan bien que dicen los
Hechos de los Apóstoles:
«Los Apóstoles se retiraron de la
presencia del concilio muy gozosos, porque habían sido hallados dignos de sufrir
aquel ultraje por el nombre de Jesús» (Act. 5,41).
La mortificación interior se encamina a poner
orden en las facultades del alma
y en
los sentidos internos, de modo que se busque sólo agradar al Señor. Cuando el
bistec está duro, le dan de golpes en el área dura. Cuando nos tomamos en serio a
Dios, Él se encarga de darnos pequeños golpes en donde sabe que los necesitamos,
porque requerimos un quebrantamiento espiritual en nuestra área dura, como le
pasó a Pedro. Le fallaba la impaciencia y se volvió paciente. Dios nos envía las
humillaciones que necesitamos, y en su justa medida.
Don Álvaro del Portillo
escribió en diciembre de 1989: “No es malo que existan
obstáculos, sino que les demos demasiada importancia. Hagamos el propósito
sincero de llevar las contrariedades con gallardía, con rectitud de intención, con
gracia sobrenatural y con garbo humano. Pidamos la ayuda de Dios para no tener
miedo a las dificultades, al cansancio, al sacrificio”.
Hay que aprender a callar ante una acusación injusta. Tenemos ante los ojos el
ejemplo vivo de los santos, quienes nos enseñan a callar, a sufrir la calumnia en
silencio, imitando el ejemplo de Cristo ante quienes le acusaban durante la Pasión.
San Josemaría se ponía un propsito firme: “Trabajar y sufrir por mi Seor en
silencio” (Via Crucis X estacin, punto 1). Así es como madura el alma:
Iesus
tacebat
, Jesús callaba ante la acusación injusta.
San Juan Crisóstomo
explica que “la lengua es un regio corcel. Si le pones freno,
si le enseñas a caminar a buen paso, sobre ella montará y se sentará el rey; pero si
la dejas que corra sin freno y que retoce a su placer, entonces se convierte en
vehículo del diablo y los demonios”
(In Matthaeum homiliae, 51, 5).
El hábito de la mortificación interior se logra a base de
repetir muchos
actos
concretos de abnegación, bajo el impulso de la gracia y siempre con una
sonrisa.
Santa Teresa
escribió
:
Y está claro que, pues lo es que a los que Dios mucho
quiere lleva por camino de trabajos, y mientras más los ama, mayores (...). Pues
creer que admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos, es disparate.
(
Camino de perfección
, cap. 18, 2).
La memoria
es un gran bien pero hay que purificarla. En ella almacenamos
experiencias pasadas. En la memoria tendemos a conservar los agravios, los éxitos
y los fracasos, los desaires y humillaciones, y toda una serie de recuerdos que nos
impiden el diálogo con Dios.
Mortificar la curiosidad
para no distraernos en lo que no nos corresponde saber.
Existe una curiosidad sana, un deseo recto de conocer más profundamente la
realidad (Santo Tomás la llama estudiosidad). Pero hay otra curiosidad que requiere
la purificación de la inteligencia; la curiosidad no ordenada lleva a la disipación de
la mente. Lleva a leer cualquier libro, a asistir a cualquier espectáculo, a abrir
cualquier página de internet.
El secreto de la vida que pasa, es saber oír a Dios. Él nos dice: Felices aquellos que
dan sin saber que dan, pero dan con bondad y sin perseguir ningún otro objetivo, a
ellos todo les será restituido. Caridad es dar, dar, dar, sabiendo que “la virtud slo
es virtud cuando es alegre”.
Hay que respetar a los demás,
buscar lo que une
, no lo que desune. Además, hay
que suspender el propio juicio cuando no nos toque juzgar.
Dijo San Josemaría:
“Mirad que el Señor suspira por conducirnos a pasos
maravillosos, divinos y humanos, que se traducen en una abnegación feliz, de
alegría con dolor, de olvido de sí mismo. Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo. Un consejo que hemos escuchado todos. Hemos de decidirnos
a seguirlo de verdad: que el Señor pueda servirse de nosotros para que, metidos en
todas las encrucijadas del mundo estando nosotros metidos en Dios, seamos
sal, levadura, luz. Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para
fermentar.
Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos. No
somos nosotros los que salvamos las almas, empujándolas a obrar el bien: somos
tan sólo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios.
Si alguna vez pensásemos que el bien que hacemos es obra nuestra, volvería la
soberbia, aún más retorcida; la sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz
se convertiría en tinieblas”. (Amigos de Dios, 250).