La coherencia heroica del cristiano
P. Fernando Pascual
23-6-2012
Hay ocasiones en las que ser fiel al Evangelio implica el riesgo de un fracaso en la familia, en el
trabajo, en la vida social. ¿Qué hacer, entonces?
La pregunta se presenta continuamente en los corazones de muchos católicos. Un empresario sabe
que tiene que pagar buenos salarios, pero que así puede perder la competividad y llegar a la quiebra.
Un esposo o una esposa sabe que no debe usar anticonceptivos, pero la otra parte le amenaza con la
expulsión del hogar o con el divorcio. Un farmacéutico sabe que no debe vender pastillas que
implican un uso contrario a la moral católica, pero si no las vende quedará aislado en el mercado y
terminará por cerrar la farmacia. Un distribuidor de libros sabe que no es correcto favorecer la venta
de libros contrarios a la doctrina católica, pero si actúa así se arriesga al fracaso.
Las situaciones son infinitas. En el fondo de las mismas se esconde la pregunta inicial: ¿qué hacer,
cómo actuar? ¿Hasta qué punto vale la pena ser fieles a Cristo cuando luego uno puede quedar
abandonado a su suerte, como un soñador derrotado?
Plantear así la cuestión implica un error de perspectivas. Porque con este tipo de preguntas parece
que la alternativa está entre ser fieles a Cristo y ser prácticos y realistas. En otras palabras, Cristo
queda puesto como un obstáculo a la “realización personal”, porque uno llega a pensar que lo que
Cristo pide sería “peligroso”: seguirle implica dar un salto en el vacío que puede llevar al fracaso.
En realidad, quien conoce de verdad a Cristo, quien sabe lo que Él ha hecho por uno mismo y por
todos los hombres, quien aprecia el cielo como la meta auténtica de toda existencia humana, quien
siente en su corazón el abrazo de la misericordia, quien vive a fondo la fe y la esperanza, no puede
tener miedo.
Cristo es, para el que cree en serio, lo más importante. Más importante que su puesto de trabajo, que
su vida matrimonial, que sus seguridades humanas, que su dinero, que su salud.
Es fácil decirlo y parece muy difícil vivir de esta manera. Pero quien ama de veras, y amamos de
veras cuando nos sentimos muy amados por un Dios bueno, es capaz de eso y de mucho más.
Los mártires son, en ese sentido, un ejemplo luminoso: están dispuestos a perder la propia vida en
manos de perseguidores asesinos antes que renunciar a Cristo. Han vivido la coherencia heroica del
cristiano.
La vida de tantos mártires, hombres y mujeres, sirve de luz para la vida de todo bautizado. Su
testimonio es la consecuencia de quien sabe lo que podemos leer en uno de los textos más hermosos
de quien lo dejó todo por Cristo, Pablo de Tarso:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Como dice la Escritura: ‘Por tu causa somos
muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero’. Pero en todo esto salimos
vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los
ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad
ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro” ( Rm 8,35-39).
Después de dos mil años, podemos decir, desde una experiencia que salva, que ni los impuestos, ni
las amenazas, ni el paro, ni las ideas dominantes son suficientes para hacer que nos apartemos de
quien nos ha dado su Cuerpo y su Sangre para salvarnos, de quien nos invitó a ser, para siempre, sus
amigos.