Ante Dios, ¿excusarse o acusarse?
P. Fernando Pascual
16-6-2012
Nos resulta fácil excusarnos. Casi parece un mecanismo de autodefensa que surge desde las
primeras etapas de la infancia y que dura casi toda la vida.
“No me di cuenta de lo que hacía. Es que todos se comportan igual. Fue un momento de debilidad.
En el fondo, no es tan malo. No hay que ser escrupulosos. Actué seguramente bajo el efecto de las
estrellas...”
Las excusas fluyen, con un deseo de ocultar el mal realizado, o simplemente para explicar que no
fuimos tan malos. Además, no hay que ver pecado detrás de cada esquina...
San Agustín tiene un sermón (el número 29) donde trata de este mismo tema. El santo notaba cómo
algunos hombres, cuando eran acusados de sus faltas, empezaban a excusarse según las costumbres
de aquel tiempo: “El diablo me obligó a hacerlo... El destino me arrastró...”
Según explicaba Agustín, este modo de comportarse implica una victoria del demonio. Porque,
cuando uno se convierte en su propio abogado, entonces triunfa el acusador, es decir, el diablo.
En cambio, si uno se acusa a sí mismo, es derrotado el gran acusador: salimos de las tinieblas para
entrar en la luz.
Por lo tanto, hay que superar la manía autoexculpatoria para llegar a ser honestos, para reconocer
que no hicimos el mal movidos por el demonio, por el destino, por la suerte, sino por nuestra culpa.
Con palabras sencillas, como las que leemos en el salmo 51, podemos reconocer nuestro pecado:
“Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he
pecado, lo malo a tus ojos cometí” (
Sal
51,5-6). O, como decimos al inicio de la misa: “Yo
confieso... por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa...”.
Entonces, cuando dejamos de excusarnos, cuando reconocemos nuestra culpa, cuando nos
acusamos, como enseñaba san Agustín, nos ponemos delante del Médico para pedir que nos cure,
que nos levante, que nos salve.
Así resulta posible iniciar el camino de la salvación. Nos acercamos a Dios desde nuestra verdad,
con lo que somos: debilidad y pecado. Entonces escuchamos que Jesús nos dice, lleno de Amor y
misericordia, que no nos condena, sino que vino precisamente para salvarnos (cf.
Jn
3,17).