Dios, que me conoce de verdad, me ama
P. Fernando Pascual
12-5-2012
Nos importa que los demás piensen que somos honestos, trabajadores, fieles a las promesas,
constantes en las amistades, cariñosos con los familiares, intransigentes ante la injusticia.
Para lograr eso, en ocasiones buscamos que permanezcan ocultos aquellos aspectos menos
simpáticos y más oscuros de la propia vida. No queremos que los trapos sucios salgan hacia fuera ni
que se pierda nuestra fama.
Guardar las apariencias es normal. Para algunos, incluso, parece casi algo instintivo. ¿No resultaría
sumamente extraño encontrarnos con alguien que, con franqueza, dijese que es flojo en su trabajo,
que dedica tiempo de oficina a rellenar crucigramas, que conserva un teléfono móvil oculto para
que en casa no sepan qué llamadas realiza a ciertas personas?
Por eso, cuando tarde o temprano uno de nuestros puntos oscuros sale a la luz, sentimos pena. Con
seguridad, quien llega a conocerlo empezará a amarnos menos, o perderá su confianza. La relación
ha quedado dañada.
En cambio, la situación es muy diferente si nos ponemos ante la mirada de Dios. Porque Dios sí
sabe todos y cada uno de nuestros actos, desde los más nobles hasta los más miserables. Es, en
cierto modo, el único que tiene motivos de sobra para lanzarnos lejos de su presencia, para
reprocharnos tanto pecado, para desconfiar de nosotros. Y, sin embargo, es también el que más nos
ama.
A pesar de conocer todos nuestros pecados y miserias, o incluso precisamente porque los conoce,
Dios tiene una misericordia y una compasión infinita ante los que caen una y otra vez.
Es cierto que odia la hipocresía: basta con releer los reproches de Jesús a los fariseos. Pero también
es cierto que sabe hasta qué punto el pecado nos ha debilitado y dañado. Por eso no se cansa de
repetir una y otra vez su grito desde el Calvario: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”
( Lc 23,34).
Si tenemos un corazón sensible y abierto podemos permitir que ese amor tan grande nos cure. Dios,
el único que conoce hasta lo más bajo de mi miseria, busca mi cariño, me invita a la confianza,
desea perdonarme las veces que haga falta.
Sólo necesito ponerme, humildemente, ante su mirada, y pedirle perdón. Así descubriré que me ama
más quien más me conoce. En el fondo de mi alma escucharé aquellas palabras que llenaron de paz
a una mujer pecadora pero muy necesitada de palabras de misericordia: “Tampoco yo te condeno.
Vete, y en adelante no peques más” ( Jn 8,11).