La fe, don misionero
P. Fernando Pascual
12-5-2012
Hay dones que no se merecen. Simplemente, se reciben tal y como llegan. Sobre todo, se acogen
con especial alegría cuando vienen de alguien que nos ama. Como el don de la fe.
Sí: la fe es un don. Seguramente se trata de uno de los dones más grandes. No lo merecíamos, pero
lo necesitábamos. Tal vez no lo esperábamos, pero algo en nuestro corazón lo anhelaba,
confusamente, ansiosamente.
Llegó el don. Abrimos los ojos del alma a Dios. Reconocimos a Cristo como el Señor, como el
Mesías, como el Salvador.
Entonces fuimos capaces, como Pedro junto a un lago, de decir: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo” ( Mt 16,16). Como Tomás, gritamos: “Señor mío y Dios mío” ( Jn 20,28-29). Como Saulo, que
estaba a punto de empezar a ser Pablo, dialogamos con el Maestro: “¿Quién eres, Señor?” “Yo soy
Jesús, a quien tú persigues” (cf. Hch 9,5).
Desde entonces, la vida adquirió un brillo diferente. Jesús empezó a ser Alguien concreto, cercano,
apasionante. El cielo adquirió un brillo especial. La existencia personal tenía clara la meta. La vida
de quienes estaban a mi lado adquirió un valor diferente: también a ellos el Señor les quería dar el
mismo don.
Pero... duele constatar cómo hay tantos hombres y mujeres sin el don, sin esperanza, sin fe. Duele
caminar con familiares y amigos, con compañeros ocasionales en el mismo camino de la vida, que
no han recibido el don, o que no fueron capaces de acogerlo.
¿Por qué me resulta tan fácil creer mientras para otros la vida no tiene un sentido superior? ¿Por qué
entro en una iglesia y adoro a Jesús Sacramentado mientras cientos de personas pasan con
indiferencia, entre prisas y dudas, ante la misma puerta que he atravesado?
La fe ha cambiado mi vida. Ahora sé de dónde vengo y a dónde voy. Por eso desearía que otros
alcanzasen la misma gracia que ha llegado a mi alma. Como Pablo, siento un anhelo que abrasa mi
alma: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (...) Me he hecho débil con los débiles para ganar a
los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” ( 1Co 9,16-23).
Por eso la fe auténtica se hace misionera. Es un don que escapa, que se contagia, que llega lejos.
Otros me lo hicieron llegar, desde el corazón mismo de Dios, con la generosidad de su vida y con la
belleza de su testimonio. Yo también puedo llevarlo ahora a quien, a mi lado, sin saberlo, tiene sed
de encontrarse con un Dios salvador, humilde, cercano, que recorrió los caminos de Palestina y que
murió mansamente en un madero...