Pascua: camino de la Luz
Autor: Padre Juan Jáuregui Castelo
Cuentan de un famoso sabio alemán que, al tener que ampliar su gabinete
de investigaciones, fue a alquilar una casa que colindaba con un convento
de carmelitas. Y pensó: ¡Qué maravilla, aquí tendré un permanente silencio!
Y con el paso de los días comprobó que, efectivamente, el silencio rodeaba
su casa... salvo en las horas de recreo. Entonces en el patio vecino
estallaban surtidores de risa, limpias carcajadas, un brotar inestinguible de
alegría. Y era un gozo que se colaba por puertas y ventanas. Un júbilo que
perseguía al investigador por mucho que cerrase sus postigos. ¿Por qué se
reían aquellas monjas? ¿De qué se reían? Estas preguntas intrigaban al
investigador. Tanto que la curiosidad le empujó a conocer las vidas de
aquellas religiosas. ¿De qué se reían si eran pobres? ¿Por qué eran felices si
nada de lo que alegra a este mundo era suyo? ¿Cómo podía llenarles la
oración, el silencio? ¿Tanto valía la sola amistad?
¿Qué había en el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal
manera?
Aquel sabio alemán no tenía fe. No podía entender que aquello,
que para él eran puras ficciones, puros sueños sin sentido, llenara un alma.
Menos aún que pudiera alegrarla hasta tal extremo.
Y comenzó a obsesionarse. Empezó a sentirse rodeado de oleadas de risas
que ahora escuchaba a todas horas. Y en su alma nació una envidia que no
se decidía a confesarse a sí mismo. Tenía que haber «algo» que él no
entendía, un misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no
conocían el amor, ni el lujo, ni el placer, ni la diversión. ¿Qué tenían, si no
podía ser otra cosa que una acumulación de soledades?
Un día se decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón:
-Es que somos esposas de Cristo.
-Pero -arguyó el científico-- Cristo murió hace dos mil años. Ahora creció la
sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que
tanto le intrigaba.
-Se equivoca -dijo la religiosa-; lo que pasó hace tres años fue que,
venciendo a la muerte, resucitó.
-¿Y por eso son felices?
-Sí. Nosotras somos los testigos de su resurrección.
Me pregunto ahora cuántos cristianos se dan cuenta de que ése es su
«oficio», que ésa es la tarea que les encomendaron el día de su bautismo.
Me pregunto por qué los creyentes no «perseguimos» al mundo con la única
arma de nuestras risas, de nuestro gozo interior. Me pregunto por qué a los
cristianos no se les distingue por las calles a través del brillo de sus ojos.
Por qué nuestras eucaristías no consiguen que salgan de las iglesias oleadas
de alegría. Cómo puede haber cristianos que se aburren de serlo. Que dicen
que el Evangelio no les «sabe» a nada. Que orar se les hace pesado. Que
hablan de Dios como de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman. Me
pregunto, sobre todo, qué le diremos a Cristo el día del juicio, cuando nos
haga la más importante de todas sus preguntas: -Cristianos, ¿qué habéis
hecho de vuestro gozo?
Porque lo mismo que los apóstoles convivieron con Cristo tres
años sin acabar de enterarse de quién era aquel que estaba entre ellos y
necesitaron su resurrección y, sobre todo, la venida del Espíritu Santo para
descubrirle, nosotros, veinte siglos después aún no nos hemos enterado del
estallido de entusiasmo que significó su nacimiento y fue su vida.
Cuando Dios se muestra hay siempre una revelación de alegría. Su llegada
al mundo estuvo rodeada de un viento de locura con el que todos los que lo
conocieron quedaron trastornados: Isabel, la estéril, da a luz; Zacarías, el
incrédulo, profetiza; Juan, el no nacido, salta en el seno de su madre; José,
que era sólo un hombre bueno, entiende los misterios de Dios; María, la
Virgen, se hace madre sin dejar de ser virgen; los pastores, los
despreciados, cuya palabra no tenía siquiera valor en los juicios, se
convierten en conversadores con los ángeles; los magos abandonan sus
reinos, dejan su tierra y dan todo lo que tienen; Simeón, el viejo, deja de
temer a la muerte. Es la alegría. Ninguno sabe explicarla.
Todos la viven y se sienten inundados por ella.
Y en la vida pública de Jesús hay un viento de esperanza que crece a su
paso: los apóstoles, torpes y egoístas, lo dejan todo y le
siguen; Zaqueo, el rico, da su dinero a los pobres; la gente más inculta se
siente embelesada oyendo la palabra de Dios y hasta se olvida de comer
por seguirle; a la gente se le multiplica el pan entre las manos; el agua se
vuelve vino; los enfermos bendicen a Dios; los paralíticos se levantan
bailando; los leprosos sienten reverdecer su carne; la samaritana
encuentra, por fin, un agua que le quita para siempre la sed; María
Magdalena abandona sus demonios y descubre la ternura de Dios; Jesús
anuncia a los pobres que son felices y que podrán serlo sin dejar de ser
pobres y que lo serán precisamente porque son pobres... y los pobres le
entienden; hasta las aguas se calman y las tempestades cesan.
Y Jesús no se cansa de predicar el gozo:
«Os dejo mi paz, es mi paz la que yo os doy, no la que da el
mundo» (Jn 14,27).
«Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo
y que vuestro gozo sea completo» (Jn 15,11).
«Vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20).
«Si me amáis, tendréis que alegraros» (Jn 14,27).
«No, yo no os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros» (Jn
14-18).
«Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces
experimentaréis nadie os lo podrá arrebatar. Pedid y recibiréis y vuestro
gozo será completo» (Jn 16,22-24).
«Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo
sea cumplido» (Jn 15,11).
Y es el temor lo que más le disgusta en los suyos. Por eso se pasa la vida
calmándoles y tranquilizándoles. «No temas recibir a
María», dice el ángel a José cuando vacila en recibir a su esposa
(Mt 1,20). «No temas, cree solamente», dice Jesús al ciego que le
pide ayuda (Lc 8,50). «No temáis, pequeño rebaño», repite a los
suyos (Lc 12,32). «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?», reprende a los
apóstoles momentos antes de calmar la tempestad. «No temáis, vosotros
valéis más que muchos pájaros», explica a quienes temen por sus vidas (Lc
12,7). «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33), recuerda en la última
cena.
Incluso después de la resurrección tendrá que dar una tremenda batalla
contra el miedo de sus apóstoles. Las piadosas mujeres van hacia la tumba
con el alma aplastada por la muerte del Maestro amado con la única
angustia de quién levantará la piedra del sepulcro y de sus almas. Los de
Emaús han perdido ya todas sus esperanzas. Comentan que «nosotros
esperábamos» que fuera el salvador de Israel, pero ya no esperan. «No
temáis, soy yo», tendrá que explicar a los doce al aparecérseles, porque
aún no les cabe en la cabeza la alegría, porque han podido digerir la muerte
de Cristo, pero no su resurrección. Tiene forzosamente que ser, piensan, un
fantasma.
¿Y hoy? Han pasado veinte siglos y aún no hemos perdido el
miedo. Aún no estamos convencidos de que las cosas puedan terminar bien.
Y nos hemos fabricado un Dios triste, un Cristo triste, una Iglesia triste,
unos cristianos aburridos.
Cuando en una corrida de toros el público bosteza los cronistas
comentan: «La gente estaba como en misa» porque, al parecer, a la misa le
van las caras largas y los rostros sin alma. Julien Green, cuando la idea de
la conversión comenzaba a rondarle la cabeza, solía apostarse a la puerta
de las iglesias para ver los rostros de los que de ella salían. Pensaba: Si ahí
se encuentran con Dios, si ahí asisten verdaderamente a la muerte y
resurrección de alguien querido, saldrán con rostros trémulos o ardientes,
luminosos o encendidos. Y terminaba comentando: «Bajan del Calvario
y hablan del tiempo entre bostezos.»
¿Dónde se quedó nuestra vocación de testigos de la resurrección? ¡Si hasta
a los santos los hemos vuelto tristes! De ellos sólo sabemos sus
mortificaciones, sus dolores. Ignoramos todo el gozo interior de encontrarse
con Dios en su alma. Dios se nos ha vuelto insípido porque no hemos sabido
descubrir su «sabor». Hemos olvidado ese «rasgo de la experiencia de Dios
que es la dulzura y la bondad que rezuma mansamente de la vida
cristiana».
Es bastante asombroso: la Iglesia colocó cuarenta días -la cuaresma- para
prepararnos para la pasión del Señor. Y lo vivimos con relativa intensidad,
hacemos ejercicios, mortificaciones, pensamos que es nuestro deber
acompañar a Cristo en sus dolores. Pero la Iglesia colocó una segunda
cuarentena -que va desde la Pascua hasta la Ascensión- para que
acompañemos a Cristo en su gozo y aún no hemos encontrado la manera
de celebrarla.
Rezamos -y está muy bien, es una bellísima devoción- el Vía
Crucis. ¿Por qué aún no hemos encontrado el Vía Lucis, para acompañar a
Cristo en las catorce estaciones de su gozo? Tal vez cuando llega la Pascua
pensamos que ya hicimos bastante, que ya hemos rezado mucho, que
Cristo no necesita compañía en sus gozos. Lo jubilamos y le mandamos al
cielo con una pensión por los servicios prestados. Tal vez porque es más
fácil acompañar en el dolor que en la alegría. Tal vez porque, lo mismo que
buscamos compañía en nuestras penas y gozamos a solas nuestros éxitos,
pensamos que la Pascua no es también «nuestro» triunfo.
Nos parece, además, que Dios tuviera «la culpa» de nuestras desgracias y
que no tuviese nada que ver con nuestros motivos de alegría. Sin descubrir
que él es la última raíz, la última causa de toda auténtica alegría cristiana.
La Pascua -pienso yo-- debería ser la gran ocasión para hacer el repaso de
la infinita serie de alegrías que apenas disfrutamos. El
tiempo de descubrir que:
- Somos dichosos porque fuimos llamados a la vida, porque entre la infinita
multitud de seres posibles fuimos elegidos nosotros, amados antes de
nacer, escogidos para este milagro de vivir.
- Somos dichosos porque fuimos llamados a la fe, recibimos
esta gracia, sin mérito alguno. Pudimos nacer en una familia de paganos o
de increyentes, y ya desde el bautismo nos pusieron una señal en la frente
que nos reconocía como elegidos y llamados al Evangelio.
- Somos dichosos porque Dios nos amó primero, porque él no esperó a
saber si mereceríamos su amor y quiso empezar a amarnos antes de
nuestro nacimiento.
- Somos dichosos porque también nosotros le amamos, bien
o mal, mediocre o aburridamente, le amamos y es eso lo que engrandece y
da sentido a nuestras almas.
- Somos felices porque tenemos un Dios mucho mejor del que nos
imaginábamos. Como nosotros somos tacaños en amar, creíamos que
también él era tacaño. Como nosotros amamos siempre con condiciones,
pensábamos que también él regatería.
- Somos felices porque Cristo quiso seguir siendo hombre después de su
resurrección. El pudo, efectivamente, vivir transitoriamente su condición de
hombre, llevar la humanidad como un vestido y regresar a su exclusiva
gloria de Dios cumplida su redención, pero quiso resucitar y permanecer
siendo hombre además de Dios.
- Somos felices porque, al resucitar, venció a la muerte. Gracias a eso
sabemos que la muerte ya no es definitiva, que está derrotada para siempre
y que nadie ya nunca morirá del todo. Sabemos
que, si resucitó él, también nosotros resucitaremos. Sabemos que
nuestra historia, pase los avatares que pase, es siempre una historia que
termina bien.
- Somos dichosos porque sabemos que incluso el dolor es camino de
resurrección. Porque desde que él murió entendemos que todo dolor sirve
para algo; que en sus manos ningún dolor se pierde.
- Somos dichosos porque él sigue estando con nosotros. Lo prometió y la
suya es la única palabra que no miente jamás.
- Somos dichosos porque él se fue delante para prepararnos
un sitio. No se fue a los cielos de vacaciones, olvidándose de los suyos; no
se escapó de la lucha dejándonos a nosotros en la estacada.
- Somos dichosos porque nos encargó la tarea de evangelizar.
Pudo hacerlo él, directamente, con su gracia. Pero quiso hacerlo a través de
nuestras manos y nuestra palabra. Nos encargó también de mejorar este
mundo, de acercarlo con nuestro trabajo a su reino.
- Somos dichosos porque, al ser él nuestro hermano, nos descubrió cuán
hermanos éramos nosotros. Poco sabríamos de nuestra fraternidad,
encerrados como estamos en el egoísmo. Pero él nos descubrió esa
misteriosa unidad, que ni siquiera sospechábamos, de hijos comunes de un
único Padre.
- Somos dichosos porque él perdonará nuestros pecados como perdonó el
de Pedro. Era su preferido y le traicionó públicamente por tres veces. ¿Por
qué no habría de perdonar también nuestras traiciones tan sólo con decirle:
tú sabes que te amo?
- Somos dichosos porque él curará nuestra ceguera como la de Tomás.
Todos estamos ciegos. Todos seguimos sin creer en su resurrección. El
cogerá nuestras manos y nos las meterá, sonriendo, en sus llagas.
- Somos dichosos porque él avivará nuestras esperanzas muertas como las
de los de Emaús. Un día saldrá al paso de nuestro camino -no sabemos
dónde, no sospechamos cuándo-- y hablará y sentiremos que nuestro
corazón arderá al oír su palabra.
- Somos dichosos porque él enderezará nuestro amor como el de
Magdalena. Todos estamos llenos de amores torcidos. Pero él es experto en
el arte de expulsarnos del alma nuestros siete demonios.
- Somos dichosos porque nuestros nombres están escritos en el reino de los
cielos. Ello aseguró. En «el libro de la vida» están
ya escritos los nombres de todos los que, bien o mal, intentamos amarle.
- Somos dichosos porque el reino de los cielos está ya dentro de nosotros.
No tenemos que pasarnos la vida esperando: crece ya en cada hombre que
ama, en cada mano que se tiende, en cada lágrima que se enjuga.
- Somos dichosos porque nos ha nombrado testigos de su gozo, la más
hermosa de las tareas, el más bendito de los oficios, la misión que debería
llenarnos a todas horas los ojos de alegría.
Todo esto se hizo público la mañana de Pascua. Cuando él rompió la piedra
de su sepulcro y nos mostró quién era verdaderamente: el Viviente Vivo, el
Dios-Hombre que es la alegría de nuestra juventud.