La puerta a la felicidad.
Autor: David Varela, LC
Aceptar la fe es dar un paso al vacío. Porque se puede vivir sin fe, y nada cambia.
Si tengo fe, mis familiares se enferman lo mismo que si no la tuviera. Si tengo fe,
la gente se muere, lo mismo que si no la tuviera. Si tengo fe...
Al preguntarse si se acepta o no, surge el mismo sentimiento que tiene quien está a
punto de hacer una opción determinante en su vida. Como un paracaidista que
tiene que saltar del avión. Porque el futuro personal depende de esta respuesta.
Lo primero que salta a la vista es que la fe obliga a no seguir los gustos personales
cuando otros se la pasan divirtiéndose sin ningún mal externo; a contener los
propios instintos cuando se pasa alguna necesidad, comprobando luego quienes nos
rodean no los contienen, y roban y exigen y hacen daño... ¡y se tiene que poner la
otra mejilla!
Sin embargo hay algo en la fe que atrae. Esa bondad natural que la sigue, esa
alegría que tienen las personas que la poseen. Hay algo. Un no sé qué que hace
imposible su rechazo. Es como una necesidad. Porque ella responde al sentido de la
vida. La vida es tan corta, tan banal y débil, que no se basta a sí misma para darse
sentido. Allí es donde empieza la fe.
Después de dar sentido a la vida, da compañía, porque al aceptar la fe, se acepta a
Dios, al Dios personal que se llama Cristo Jesús en el corazón. También acepto la
paz, porque la paz sólo Dios la da. Y, naturalmente, se acepta la felicidad que viene
junto a la paz. Esta aceptación de la fe no puede reducirse al pensamiento. Es una
aceptación de acciones, de parámetros. Es decir, es concreta.
La fe no es felicidad. La felicidad es una consecuencia. La fe no es paz, pero le
sigue. La fe no es compañía, sin embargo te la da. La fe es dar un paso al vacío
para encontrar el sentido de la vida.
¡Vence el mal con el bien!