La tentación esotérica y el universalismo cristiano
P. Fernando Pascual
10-4-2012
Es una tentación antigua: dividir a la humanidad entre visionarios y ciegos, entre seres
excepcionales e individuos vulgares, entre iniciados y profanos, entre iluminados e ignorantes.
¿Por qué tiene fuerza la tentación que podemos calificar como “esotérica”? Porque tiene un
atractivo especial pensar que uno entra a formar parte de un grupo de escogidos y de superdotados.
Intentemos explicar esta tentación con la ayuda de una obra muy vendida en las últimas décadas:
“El Alquimista” de Paolo Coelho.
Se trata de una novela publicada en Brasil el año 1988. Arrancó con una difusión modesta, pero
pronto alcanzó un gran éxito de ventas en todo el mundo.
El protagonista es un joven pastor, Santiago, que empieza a descubrir su propia historia personal (o
leyenda personal, según otras traducciones al castellano). Para hacerlo cuenta con la ayuda de
sueños enigmáticos que empieza a comprender gracias a personajes misteriosos y llenos de
sabiduría. Entre ellos destacan dos: un anciano rey de Salem, Melquisedec; y el famoso Alquimista
que Santiago encuentra en un oasis perdido en medio del desierto del Sahara.
Dejamos de lado el complejo sistema de ideas que aparecen en la obra para fijarnos precisamente en
el carácter de elegido que rodea a Santiago, y que le permite captar el “alma del mundo” al dejarse
guiar por su corazón, gracias a la luz que recibe de sus maestros.
En el fondo de toda la trama, la humanidad queda dividida en dos grandes grupos. Unos (pocos) son
seres extraordinarios, porque han conseguido un nivel superior de conocimientos y de estilo de vida,
al haber sido seleccionados a entrever un saber especialmente poderoso. Otros, seguramente
muchos, han quedado atados a la búsqueda de proyectos inferiores, por haber apagado la posibilidad
de escuchar su corazón; por eso, tales personas no son capaces de percibir lo que éste les dice en
sintonía perfecta con el “alma del mundo”.
Detrás de esta división se esconde una idea sencilla: existe un conjunto de verdades desconocidas
para la mayoría (por culpa o sin culpa, esto sería otro tema) y accesibles a pocos. Para llegar a ellas
los iniciados tendrían que recorren caminos extraordinarios, tal vez el de la alquimia (si uno se toma
en serio la introducción que el mismo Coelho pone a su obra y otras alusiones en la marcha de la
novela), o a través de algún otro de los muchos caminos esotéricos que prometen un conocimiento
superior a sus seguidores.
Hemos calificado como “esotérico” este tipo de mentalidades y propuestas, sin usar tal palabra en
un sentido técnico. Con “esotérico” indicamos ahora un modo particular de entender el mundo y la
vida, en el cual se supone que conseguir un conocimiento superior, normalmente asequible a los
iniciados, permite un estilo de vida mucho más valioso que el ordinario, ya que uno ha logrado
acceder a saberes especiales que permiten desarrollar una existencia plenamente realizada.
Alguno pensará que el cristianismo también tiene algo de “esotérico”. ¿No se ofrece en el mismo un
conocimiento especial, desde la fe, sobre Dios, sobre el mundo, sobre el hombre? Es cierto que se
trata de un conocimiento especial, pero a diferencia de muchos grupos esotéricos tal conocimiento
se ofrece en clave universalística: a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, de
todas las razas y lenguas, sin necesidad de técnicas extrañas y sin recurrir a sueños, a magos, a
alquimistas o a personajes parecidos.
En otras palabras, ser cristiano no consiste en llegar a un conocimiento extraordinario y misterioso
asequible a pocos, ni en seguir las pistas de un guía fuera de lo común (como los que presenta
Coelho). Más bien se trata de acoger un don universalístico, ofrecido por el mismo Dios Padre a
toda la humanidad a través de la entrega de su Hijo en la cruz.
Por lo mismo, aunque en el cristianismo hay ideas y conocimientos maravillosos (recogidos sobre
todo en el Credo), su diferencia respecto de las propuestas esotéricas es profunda.
En primer lugar, porque uno no empieza a ser cristiano desde sueños misteriosos ni con el
encuentro de extraños personajes, sino con la ayuda de hombres y mujeres de cualquier edad o
condición. La fe cristiana se puede aprender junto a la cocina, mientras papá y mamá preparan la
cena, o al escuchar a un niño que explica quién es Jesús, o desde las palabras reposadas de un
anciano que nunca terminó su escuela primaria pero que tiene una fe auténtica y sabe ofrecerla
generosamente.
En segundo lugar, el cristianismo no busca un simple despertar de fuerzas escondidas en el alma (o
en el corazón) de cada ser humano, pues sabe que esas fuerzas y ese corazón han de ser purificados
y redimidos.
Según ha observado Ferdinando Castelli en un artículo que trata precisamente sobre “El
Alquimista” de Coelho, no es correcto exaltar el corazón como el camino que permite entrar en la
verdad el mundo, pues también del corazón, como señala la Biblia, proceden algunos de los males
que afligen a los seres humanos (cf. F. Castelli, “ El alquimista de Paulo Coelho recorre senderos del
New Age”, revista “Humanitas”, edición electrónica).
Por eso el cristianismo va contra la tentación esotérica, aunque a lo largo de la historia no han
faltado cristianos que han visto su propia fe (deformada) como un esoterismo reservado a pocos
seres privilegiados. El verdadero cristianismo está abierto a todos: basta un poco de buena voluntad
y la apertura a la acción de Dios en la propia existencia para que un hombre o una mujer pueda dar
el paso maravilloso que lleva desde las tinieblas hacia la luz, desde la muerte del pecado hacia la
vida verdadera.