¿Para qué se derramó esta sangre?
Carlos Vargas Vidal
vargasvidal@yahoo.com
PANAMA. Todo estaría muerto para nosotros si no existiera un Dios que nació entre
nosotros y se dejó matar por nosotros. Ese Dios, es el Verbo eterno. La segunda
Persona de la Beatísima Trinidad. El pensamiento de Dios. Y el resplandor del
Padre. Por el nacieron cuanto hay en cielos y tierra. Y su grandeza es mayor que lo
que hay. Y se nos comunica con toda santidad. Profundidad. Y sencillez. “Jamás
hombre alguno ha hablado como él”, decían (Jn 7, 46).
No solo era elocuencia sagrada. Hablaba con la verdad. La Verdad Primera. Pero
esta verdad, dicha con espíritu evangélico, no la entendieron. Ni la impiedad ni la
vanidad. Y todavía sigue escondida a los que no se sienten pequeños. A los que se
creen impolutos.
Jesús, Encarnación del Verbo, es también toda bondad infinita. ¿Y cómo no habría
de serlo si al encarnarse no hizo más que descender hacia el pobre pecador para
levantarlo de su miseria? Nada más digno de Dios que querer salvar a sus criaturas.
Entonces sus milagros, su mansedumbre y su voz penetrante hacían que muchos
fueran en pos de él. Y ésto creó suspicacias. Rumores. Y falsas denuncias entre los
fariseos.
Terminada la Cena Pascual. Instituida la Eucaristía. Junto a sus apóstoles. Habla de
cosas de carácter sobrehumano. No ha habido un orador profano que haya dicho
tanta belleza y tanta sublimidad en tan pocas palabras. Y con la fuerza y vigor de
un poder y una majestad divinas.
Helas aquí: “ Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique,
según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste,
les dé El la vida eterna. Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a
cabo la obra que me encomendaste realizar.
Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti
antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que de
este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra.
Ahora saben que todo cuanto me diste viene de tí; porque Yo les he comunicado las
palabras que tú me diste, y ellos las recibieron y conocieron verdaderamente que
Yo salí de tí, y creyeron que tú me has enviado.
Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste; porque
son tuyos," y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y yo he sido glorificado en ellos. Yo
ya no estoy en el mundo, pero éstos están en el mundo, mientras Yo voy a ti. Padre
santo, guarda a éstos en tu nombre que me has dado, para que sean uno como
nosotros lo somos. Mientras Yo estaba con ellos, Yo conservaba en tu nombre a
éstos que me has dado, y los guardé, y ninguno de ellos pereció, si no es el hijo de
la perdición, para que la Escritura se cumpliese. (Jn 17, 1 …)
Sale, entonces, con sus apóstoles al Huerto de los Olivos, llamado de Getsemaní.
Empieza la Pasión. La finalidad es su muerte. Pero no la rehúye (Mc 14,36). Ora
profundamente. Con lágrimas de sangre. Allí es donde Dios se manifiesta con tanto
poder. Y solo él puede comprenderse a sí mismo. Así que casi todo se convierte en
un Misterio Pascual. Todo pudo ser diferente, pero fue como fue. Judas,
traicionándolo. Caifás, acusándolo. Y Pilatos, lavándose las manos. Solo hay algo
muy claro. Los tres no cambiaron de conducta. Llámese maldad, resentimiento y
temor. En ese orden. ¿Y por qué de ello? Simplemente porque Jesús era la verdad
que rehuían. Aceptarla era aceptar la amistad de quien quiere hacernos el bien. Y
sacarnos del mal.
La muerte de Dios es por amor del hombre que lo rechaza. Ni siquiera fue una
muerte digna y compasiva. La muerte en cruz era de por sí sumamente
vergonzosa. Fue insultado, humillado y ultrajado. El colmo de la crueldad humana
fue hacerlo morir en medio de tanto escarnio público. Pero supo perdonarnos:
“Padre, perdónales, porque no saben qué hacen” (Lc 23, 34).
A las tres de la tarde, de un viernes muy santo, grita: “Todo está acabado” e
inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 30). En ese mismo instante la tierra
tembló y el sol se oscureció. Un centurión romano, de esos que no le temen a la
verdad, dijo seguidamente: “Verdaderamente, éste era Hijo de Dios” (Mt 27, 54).
Meditar sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo nos puede llevar a él de
diferentes maneras. Depende de nuestra mente y corazón. Pero dejemos que sea
él quien toque las fibras de nuestro interior. Solo así entraremos en esa alegría de
su Amor y diremos como San Francisco Javier:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido.
Ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y encarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.