Cuando Dios no da lo que pedimos
P. Fernando Pascual
31-3-2012
Rezamos. Con esperanza, con insistencia, con pasión. Una y otra vez nuestros corazones y nuestros
labios levantan un grito al cielo. Pasa el tiempo. Silencio. ¿Dios cerró sus oídos a nuestra súplica?
Duele descubrir que no llega eso que habíamos pedido desde lo más profundo del alma. Pensamos,
entonces, que Dios nos ha olvidado, que nos ha rechazado, que ya no somos nada para Él.
En la Biblia hay oraciones que reflejan el dolor de quien reza sin obtener respuesta. Son como gritos
sinceros, íntimos: si Dios no ayuda, ¿quién podrá ayudarnos?
“¿Por qué retraes tu mano, y en tu seno retienes escondida tu diestra?” ( Sal 74,11). “Pero dice Sión:
Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” ( Is 49,14).
Duele tocar el extraño silencio de Dios. La oración se convierte, entonces, en un clamor lleno de
angustia, en una súplica que busca consuelo sin hallarlo.
En esos momentos, sorprende descubrir que también Jesús rezó al Padre en medio de sus penas.
Con lágrimas de sangre, suplicó en Getsemaní: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa”.
Luego, como dispuesto a acoger el dolor inminente, añadió: “pero no sea como yo quiero, sino
como quieras tú” ( Mt 26,39).
Es entonces cuando quisiéramos que Dios abriese el cielo y mostrase una señal de cercanía... Sin
embargo, incluso en medio del silencio más oscuro, Él sigue vivo y cercano. Se nos pide, entonces,
un paso hacia la fe y hacia la esperanza en medio del sufrimiento.
Lo explicaba con estas palabras el Papa Benedicto XVI: “frente a las situaciones más difíciles y
dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no temamos en confiarle todo el peso que llevamos
en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar
convencidos de que Dios está cerca, aunque aparentemente calla” (Audiencia general, 8 de febrero
de 2012).
La respuesta puede ser muy diferente de aquello que esperábamos. Quizá incluso nos deje
desconcertados, como si nuestra oración hubiera sido rechazada. Pero el misterio del Amor divino
se hará claro algún día. Simplemente, Dios ha respondido de otra manera.
La Pascua será la explicación última, el inicio de la victoria del Bien sobre el mal, sobre el dolor,
sobre la muerte. Esa Pascua llega, más pronto o más tarde, a la vida de cada bautizado, cuando se
pone, humildemente, en las manos de Dios Padre, acepta su Voluntad, y confía.