LA MERIENDA DE POMITO
Pomito era un niño de nueve años. Todos le llamaban Pomito porque, con
el correr de los años, el uso y la costumbre se habían encargado de
cristalizar este cariñoso derivado de su nombre oficial que era Nepomuceno.
Pomito era un niño como todos. Sólo una curiosidad -más bien anecdótica-
le distinguía de sus amiguitos. Y es que Pomito no era exageradamente
aficionado a los dulces ni a las gomitas ni a las chucherías. Las tomaba, sí,
pero sin la fruición ni la asiduidad propias de sus compañeritos. Mientras
que una mamá de un niño común y corriente tiene que estar recordando a
su preciosísimo y queridísimo hijo que no debe tomar demasiados
caramelos, en el caso de Pomito su mamá tenía que insistir en que no se
olvidara de tomar cosas dulces.
Y no sólo se lo decía sino que le ayudaba a concretar este deber. Además
de ponerle una buena cucharada de azúcar en el batido de chocolate de la
mañana, y de untarle mermelada en el último trozo de pan, la mamá de
Pomito, como reloj, ritualmente, a las cinco y diez de la tarde, hora del final
de la merienda-guerra de sus cinco hijos, le entregaba casi solemnemente a
Pomito en las manos, un dulce. Pomito sabía que su merienda -más bien
salada- terminaba con el toque dulce del clásico caramelo envuelto en ese
celofán tan ruidoso a la hora de la desenvoltura. Pomito no tenía problemas
en consumirlo. De hecho, ya se había acostumbrado, era parte de su vida,
y hasta había llegado a encontrarle cierto gusto. En el fondo agradecía tan
amorosa solicitud materna. Tanto era así que un buen día en que su mamá
se despistó -cosa rarísima- Pomito le recordó a las 5:11 que de algo se
estaban olvidando. Aquella vez, su mamá, abrazándolo, le dio un poderoso
y sonoro beso y le dijo que como premio le daría doble dulce. Pomito
respondió que no era para tanto.
Pomito también se entretenía en adivinar el color del dulce de turno antes
de abrirlo, pues aunque la envoltura era exactamente igual en todos los
casos, una vez despojada, aparecía un dulce azul o verde o rojo o amarillo o
violeta o... El procedimiento de adivinación que usaba Pomito consistía en
observar con detenimiento el dulce a la luz del foco del techo. Para mejorar
todavía más sus predicciones, había convencido a su papá de que en el
techo se pusiera un foco de 100 watts (40 más que el anterior). No
obstante, aun con la mejora tecnológica, el sistema de Pomito no alcanzaba
todavía la perfección, pues de cada siete predicciones acertaba, en
promedio, una. De todos modos, Pomito no se daba por vencido y
calculaba que cuando cumpliera los quince años, el método estaría tan
afinado que acertaría por lo menos seis de siete. A veces competía con su
hermana mayor, quien sin ningún método ni sistema solía acertar, en
promedio, tres de siete. Pomito se imaginaba que su hermana tan
inteligente debía dominar alguna secreta táctica escrita en algún viejo y
misterioso libro.
Cuando Pomito cumplió los doce años, su mamá le dijo que a partir de ese
día, ella ya no le daría el dulce, pues ya no hacía falta, porque se estaba
haciendo mayor y convenía que él asumiera en primera persona la
responsabilidad. A Pomito le pareció muy buena idea, y desde entonces -
también gracias al hábito que ya poseía- se encargó él mismo de
suministrarse puntualmente el dulce cotidiano.
Pero cuando Pomito tenía ya 13 años avanzados –es decir,
aproximadamente un año y medio antes de cumplirse sus previsiones
concernientes a la total precisión de su sistema predictivo– una buena tarde
en la que observaba un dulce más a la luz del poderoso foco, se preguntó el
por qué profundo de su dieta caramélica. Ciertamente Pomito recordaba los
argumentos que su papá le había explicado más de alguna vez, sobre todo
aquel de “Pomito, nuestro cuerpo necesita azúcares, si no se los damos, nos
puede pasar lo mismo que a un coche que se queda sin gasolina a mitad de
camino”, pero Pomito quiso ahondar en el asunto.
Fue entonces cuando decidió hablar con un tío suyo que era médico, a quien
él estimaba mucho y le preguntó sobre el lado científico de las necesidades
de azúcar en el organismo humano. Su buen tío, adaptando el lenguaje
químico-biológico a la mente de un adolescente de 13 años, trató de
explicarle cómo el organismo convierte los azúcares en energía, y cómo
para las células, la cuestión de los azúcares es una cuestión de vida o
muerte. A Pomito, aquello le pareció muy convincente, pero quiso
contrastar sus fuentes.
Así que Pomito, un día en el que accidentalmente se encontraba en el lugar
más desconocido de toda escuela, es decir la biblioteca, se topó con una
enciclopedia de siete volúmenes, especializada en azúcares. De todo lo que
leyó -más bien poco- y de lo que pudo entender, le quedó claro que
efectivamente el organismo humano necesitaba de los azúcares para hacer
bien su trabajo.
Pero, entonces..., Pomo se imaginó que muy posiblemente aquella
enciclopedia no era la única en el mundo y que, en beneficio de la duda, no
había que cerrarse a la posibilidad de que estuviera equivocada.
Entonces Pomo habló del tema con uno de sus amigos. Éste le recomendó
en una frase lapidaria que si no le daba la gana tomarse el dulce que
abandonara de inmediato la práctica. A Pomo le pareció muy razonable tan
valiente propuesta de ejercicio de la libertad personal.
Así que Pomo, el lunes de la semana siguiente, por primera vez en su vida,
a la hora de la merienda, en vez de tomarse el dulce, lo escondió en su
mochila. Sabía que el martes a primera hora tenían clase de biología y que
les tocaba práctica de laboratorio. Ahí Pomo sacó el dulce de su mochila y
preparó minuciosamente una muestra que colocó bajo la científica mirada
de la lente del microscopio. El tejido dulce le pareció más bien
desagradable y ello le hizo sospechar aún más. Además, cuando en la clase
de química vio en su libro la fórmula de una molécula de azúcar, se le hizo
aquello tan intrincado que dudó seriamente de las bondades de los
azúcares.
Otro día, mientras Pomo navegaba por Internet, fue a parar -quién sabe
cómo- con la página web de la GHA (siglas en inglés de la Asociación de
Odiadores de la Glucosa). Con este espectacular hallazgo, el corazón de
Pomo palpitaba agitadamente. En cuestión de media tarde se devoró hasta
la letra pequeña del portal. Pomo disfrutó especialmente un largo
manifiesto de uno de los miembros más activos de la organización en el que
vertía toda su furia contra la glucosa, sin ahorrar ningún juvenil epíteto.
Pomo se sintió todavía más identificado cuando vio el logotipo: un dulce
envuelto en celofán, dentro de un grueso círculo rojo con una franja
transversal del mismo color, que barraba el dulce.
Pomo entonces comenzó a plantearse seriamente si aquello de la dieta del
dulce no era algo más bien impositivo. Pensó incluso en que su mamá
durante muchos años había estado ejerciendo sobre él unos niveles de
autoritarismo preocupantes. Que había estado atrapado en un modelo
conductual basado en mitos arcaicos. Lamentó también el largo período en
que había reprimido una aversión sana y natural. Se sintió víctima de un
lavado de cerebro y acomplejado en sus facultades...
Actualmente, Pomo está a punto de cumplir los quince años. Ya no es el
mismo. Se le ve débil, muy pálido. Ha perdido peso. Se cansa enseguida.
Su sonrisa de siempre se va desdibujando.
Pero Pomo dice que se siente maduro. Que por fin han dejado de ofender
su adulta conciencia. Que ya no vive subyugado por imposiciones tan
ancestrales como irracionales. Que por fin se está autoconstruyendo y
autorrealizando. Que lo suyo es la valentía del que va contracorriente. Que
los tiempos son otros. Que hay que experimentar nuevas vías. Que era
necesario romper con la edad de la caverna. Que debía ensanchar los
horizontes de su libertad. Que debe seguir luchando por la instauración de
una sociedad postmoderna que logre imponerse con la fuerza de sus
razonables argumentos a esa desfasada cultura dulzoide, fanática, hipócrita
y petrificada... Estos y otros argumentos son los que Pomo intercambia en
las largas sesiones virtuales de trabajo con sus colegas de la GHA.
Mientras tanto, todos los días, a las 5:10 de la tarde, hora en que nunca
está Pomo en casa, la mamá de Pomito calla, llora, reza, espera...
P. Arturo Guerra, LC
Director del campus varonil del Instituto Cumbres y Alpes Saltillo
aguerra@arcol.org