Una nevada
P. Fernando Pascual
10-3-2012
Primero era una lluvia fría. Luego la lluvia se hizo sutil, suave, indecisa.
Aquí y allá empezaron a caer los primeros copos de nieve. Parecían tímidos, confusos. Se dejaban
mecer por el viento, mientras acompañaban a sus hermanas, gotas de agua.
Los copos aumentaban de intensidad y de tamaño. Al final la lluvia se había transformado en una
nevada bulliciosa y decidida.
Los campos empezaban a vestirse de blanco. Los copos continuaban su descenso presuroso, al son
de la música del viento. Bajaban a raudales, con el deseo de besar la tierra y los prados, los árboles
y los tejados, los coches y los paraguas.
Poco a poco el panorama cambiaba sus colores y sus formas. Los huecos quedaban tapados. Las
aceras se cubrían de una capa suave de nieve fresca. Los pinos inclinaban sus ramas ante el peso de
miles de copos atrapados entre las hojas.
Las nubes, como una capa rica de tesoros, derramaban sin descanso su carga de nieve. El ambiente
adquiría un sonido extraño. Los susurros naturales y los ruidos del mundo moderno enmudecían,
para dejar paso al rumor continuo de la nieve que aterrizaba sobre cualquier superficie dispuesta a la
inesperada visita del cielo.
Tras los minutos más intensos, la nevada empezó a ceder en fuerza. Los copos, empequeñecidos,
distanciaban su caída. Bajaban casi con respeto en medio de una panorama blanco, nuevo, fresco.
Un caminante empieza a dejar sus huellas a lo largo del sendero emblanquecido. Entre las ramas y
el suelo cubierto por la nieve, un petirrojo sube, baja, salta y mira. Con su inquietud bulliciosa, con
un pecho rojo y sus ojos negros, ese pájaro frágil ayuda a recordar que el mundo es hermoso cuando
se pone sencillamente en manos de un Dios que viste los campos de un blanco intenso, y que suscita
sueños de nevadas en el corazón de ese niño que todos llevamos dentro.