14. UN PRESTAMISTA CON DOS DEUDORES
En aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús,
entrando en casa del fariseo, se puso a la mesa. Y una mujer pecadora, al
enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco
de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a
regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los
cubría de besos y se los ungía con el perfume…
Jesús le dijo: Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía
quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los
perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó:
Supongo que aquel a quien le perdonó más…
Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene
mucho amor; pero al que poco se le perdona, ama poco… Tu fe te ha
salvado, vete en paz ( Lc 7,36-8,3).
Esta parábola propia de San Lucas, sobre el prestamista que tenía dos
deudores o de la pecadora arrepentida, se ha hecho clásica por las opiniones sobre
la identidad de la pecadora. Jesucristo la propone para manifestar que es el Mesías,
que trae la salvación y que llega el Reino de amor y misericordia. Su gran
importancia reside en la doctrina apologético-dogmática que entraña el perdón de
los pecados y en que encumbra a la mujer al grado de igualdad y dignidad, que le
corresponde por su esencial entidad. La situación literaria es muy oportuna, frente
al orgullo de los fariseos con Jesús, una mujer encuentra en Él el perdón y
misericordia; ella también va a ser “hija de la Sabiduría” (Lc 7,35).
Parece que sucede en Galilea y Simón, el fariseo, no muestra especial
deferencia por el Maestro, al no ofrecerle las formas ordinarias de cortesía que se le
deben a los huéspedes y que el mismo Señor le reprochará después. En Oriente,
era costumbre dejar pasar a estos actos gentes mironas o puros curiosos; así,
entró una mujer, se puso detrás de Jesús, para alcanzar sus pies en el triclinio,
derramó sobre sus pies un bote de perfume, los regó con sus lágrimas, los besó y
los enjugó con sus cabellos.
Jesús, dejando que la mujer le ofrezca todo su afecto y gratitud, actúa con
libertad y con autoridad y habla con toda franqueza. Ella se había arrepentido y fue
perdonada, vino a Cristo a expresarle, con signos externos, su cariño y
agradecimiento, y, allí, junto a Jesús, en ese encuentro sincero, siente que Dios
sigue creyendo en ella y le abre un futuro diferente. El evangelio hoy invita a
experimentar el amor y el perdón de Dios, a elevar la plegaria de alabanza y a
expresar gratitud en el afecto cercano al prójimo. Simón no tenía conciencia de ser
pecador ni de que hubiera de ser perdonado, por lo que no brotaba el amor en su
corazón; no podía entender la gracia, el don gratuito y generoso de que Jesús es
dador, el perdón se da simplemente sin esperar nada a cambio. Y oyó la pregunta:
¿Cuál de los dos lo amará (le agradecerá) más?
Jesucristo perdona a aquella pecadora, que lo buscó, y, venciendo todo
respeto humano, le regó los pies con sus lágrimas de arrepentimiento, los besó y se
los ungió con perfume. Porque amó mucho, se le perdonaron muchos pecados.
David, a quien atribuye la tradición el conocido "Miserere", Salmo 31, lloró e
imploró el perdón: " Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado ". Hizo penitencia, lo que
no suelen hacer los reyes", sentencia San Agustín y su pecado fue perdonado. El
salmista canta: “ Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado
su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito ” (Sal 31,1-
11).
El fariseo pensaba: " Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer
es esta". Jesús, que ha leído sus pensamientos, da a Simón la posibilidad de
convencerse de que Él es el Mesías y, por ello, de arrepentirse y convertirse; y, al
mismo tiempo, con la parábola, prepara a todos para comprender quien es y acude,
como siempre, con su misericordia, en defensa de la mujer. Habría sufrido muchos
desengaños, estaba desengañada y hastiada de su vida. Hay que señalar que esta
mujer no se puede identificar con la Magdalena, que no era una pecadora, sino una
enferma muy grave, ni tampoco con María de Betania, la hermana de Lázaro, de la
que nunca se dice que fuese pecadora, y que su unción es distinta en el tiempo y
en el motivo; aquella se centra en el perdón y conversión, esta (la de María) en un
acto de amor, como prefiguración y anuncio de la pasión y muerte de Cristo (Mc
14,3-9; Mt 26,6-13).
Jesucristo es el primer defensor de los derechos femeninos, devuelve a la
mujer su dignidad y la igualdad (cf. Lc 8,1-3), la admite en su discipulado, la coge
y trata en paridad de rango, la envía en misión, en la Samaritana y la nombra
Apóstol en la Magdalena y se aparece a ella la primera.
La pecadora, como el hombre que encontró un tesoro y fue, vendió todo lo
que tenía y lo compró, ha encontrado a Jesús y, cambiando su vida, ya no lo dejará
jamás. Aquella mujer, como todo el mundo, iba buscando la felicidad, pero no la
había encontrado; la vida que llevaba no la hacía feliz, vivía la insatisfacción y un
vacío profundo. La felicidad estaba allí en esa decisión de ir hasta Jesús con sus
lágrimas y arrepentimiento. La conversión es el camino de la felicidad y de una vida
plena. No es algo penoso, sino sumamente gozoso. Es el descubrimiento del tesoro
escondido y de la perla preciosa. Es identificarse con Cristo desde que lo
encontramos y conocimos, abrazarse a Él en su cruz y vivir unidos a Él por la fe,
como dice San Pablo a los Gálatas: “ Hermanos, estoy crucificado con Cristo: yo
vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y, mientras vivo en esta carne,
vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo
la gracia de Dios. Dios nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación
por nuestros pecados ” (Gál 2,16.19-21).
Muchas de estas mujeres siguen ese torbellino por necesidad, por cálculo o
por interés. La sociedad las margina. Jesús las acoge, las perdona y las pone en el
camino del amor y la entrega a Dios. El fariseo, que no creía necesitar perdón de
nada, se quedó sin el encuentro con Jesucristo. Lo había hospedado en su casa.
Pero, ni se conocía él mismo, ni había llegado a descubrir a Jesús en la misericordia
del Padre. Jesús salió de casa de Simón gozoso por haber encontrado a una mujer
que estaba perdida. "No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos"
(Lc 5,31). Simón el fariseo también estaba enfermo, pero no lo sabía ni le
interesaba saberlo. Jesús entró en su casa, y él no supo penetrar en la realidad de
su huésped (Lc 7, 36).
“Vivo, pero yo no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.
Camilo Valverde Mudarra