Hermann Cohen: de niño prodigio a sacerdote católico
P. Fernando Pascual
28-1-2012
Hermann había nacido en Hamburgo, Alemania, el año 1820. Tanto su padre, David Cohen, como
su madre, eran judíos. El señor Cohen había ganado un buen capital como negociante, y pudo
ofrecer a sus hijos una educación en los mejores colegios de la ciudad.
Cuando tiene 4 años, Hermann empieza a mostrar sus habilidades para la música. A los 6 años es
capaz de interpretar conciertos de piano. Además, progresa enormemente en el estudio del latín y
del griego, por lo que con 9 años ya estaba listo para ir al nivel que estaba permitido solo para
estudiantes de 14 años.
Al estar tan adelantado, deja de ir a la escuela y se dedica a estudiar música con un profesor genial y
extravagante. De su maestro aprende el amor por la caza y a vivir de modo desordenado.
Acompañado por su maestro emprende, a los 11 años, una primera gira de conciertos. Los aplausos
parecen llenar el corazón de ese niño prodigio. La vida ante él se presenta maravillosa y atractiva.
Su madre le ofrece principios y advertencias, pero el niño está obsesionado por el triunfo. Por eso,
su madre accede a acompañarlo en su viaje a París, donde esperaba ser admitido por algún gran
compositor.
En 1831 consiguen una audiencia con Franz Liszt. Este compositor y pianista no quería tener junto
a sí un discípulo tan joven. Pero tras comprobar la habilidad de Hermann en el piano, cambia de
parecer y lo admite. Inicia así una amistad que se prolongaría varios años y que implicaría para
Hermann encuentros y lecturas que le crearon no pocas dificultades en su camino espiritual.
Entre los 12 y los 14 años Hermann siente ante sí la embriaguez de los conciertos, los aplausos, las
alabanzas. La gente lo admira por su belleza infantil y por su habilidad de artista. En el círculo de
los más cercanos a Liszt conoce a la escritora George Sand. También entra en contacto con
Lamennais, un sacerdote cuyas ideas habían sido condenadas por el Papa Gregorio XVI.
Cuando Liszt decide marchar a Ginebra, Hermann suplica que le deje acompañarle. El maestro
accede, y al poco tiempo Hermann llega a Suiza. Allí consigue un puesto como maestro de música,
con apenas 15 años.
Durante esa época de su vida lee con voracidad obras de Rousseau y de Voltaire. Su corazón, sin
embargo, sigue inquieto. Hay algo que no le permite ser plenamente feliz.
Entre los 15 y los 17 años se introduce en los juegos de azar. Este hecho genera en su alma la
dependencia a las apuestas. Al mismo tiempo, viaja y conoce a más personas. Se enamora de una
pianista en París, e inicia una nueva amistad con un italiano, conocido simplemente como Mario.
Hacia los 21 años rompe, por culpa de una serie de tramas, con su gran amigo Liszt. Compone,
además, dos operas. Sigue su pasión por el juego y por los viajes, que le llevan a diversos lugares de
Alemania, Italia, Inglaterra y Francia.
Pasan así los años, en un continuo frenesí, con momentos de gloria y con horas de pena y amargura.
Dios, sin embargo, no ha abandonado a aquel joven artista. En mayo de 1847 (Hermann tiene 27
años), una persona conocida le pide que le sustituya para dirigir un coro en la iglesia de santa
Valeria de París. Cuando en esa iglesia el sacerdote imparte la bendición eucarística, Hermann
queda profundamente tocado en su corazón. La gracia está trabajando para llevarlo pronto al gran
paso: hacerse católico.
El camino no fue fácil. Tenía que vencer malos hábitos. Era segura la oposición que encontraría en
sus padres. Pero la alegría que descubrió ante Cristo Eucaristía fue suficiente para lanzarle a la
conversión.
En varias ocasiones vuelve a la iglesia de santa Valeria para recibir la bendición eucarística. Pide,
además, ayuda para conocer la fe católica. Un amigo le pone en contacto con un sacerdote que
trabajaba en París, el padre Legrand, que causa una impresión muy positiva en el joven artista.
Hermann escribirá más tarde sobre este encuentro:
“La benévola y amable acogida del eclesiástico me impresionó vivamente e hizo caer de un golpe
uno de los prejuicios más sólidamente arraigados en mi mente. ¡Tenía miedo de los sacerdotes!...
Desgraciadamente no los conocía más que por la lectura de las novelas que nos los representan
como hombres intolerantes, que sin cesar tienen en los labios las amenazas de la excomunión y las
llamas del infierno. ¡Y me encontré en presencia de un hombre instruido, modesto, bueno, franco,
que lo esperaba todo de Dios y nada de sí mismo!”.
De París se traslada a Alemania, a la ciudad de Ems. Allí asiste a su “primera misa”, sin haber
recibido aun el bautismo. Cuando llega el momento de la consagración, Hermann rompe a llorar. El
relato de estos momentos, años después, conserva la frescura del converso.
“En el acto de la elevación, a través de mis párpados, sentí de pronto brotar un diluvio de lágrimas
que no cesaban de correr con grata abundancia a lo largo de mis mejillas... ¡Oh momento por
siempre jamás memorable para la salud de mi alma! Te tengo ahí, presente en la mente, con todas
las sensaciones celestiales que me trajiste de lo Alto... Invoco con ardor al Dios todopoderoso y
misericordiosísimo, a fin de que el dulce recuerdo de tu belleza quede eternamente grabado en mi
corazón, con los estigmas imborrables de una fe a toda prueba y de un agradecimiento a la medida
del inmenso favor de que se ha dignado colmarme.
Recuerdo haber llorado algunas veces en mi infancia; pero jamás, jamás había conocido lágrimas
parecidas. Mientras me anegaban, sentía surgir, de lo más profundo de mi pecho herido por mi
conciencia, los remordimientos más dolorosos por toda mi vida pasada.
De pronto, y espontáneamente, como por intuición, empecé a manifestar a Dios una confesión
general interior y rápida de todas las enormes faltas cometidas desde mi infancia. Las estaba viendo
allí, puestas ante mí por millares, horribles, repugnantes, asquerosas, que merecían toda la cólera
del juez soberano... Y al mismo tiempo sentía también, por una calma desconocida que pronto vino
a extenderse sobre mi alma como bálsamo consolador, que el Dios de misericordia me las
perdonaría, desviaría de mis crímenes su mirada, que tendría piedad de mi sincera contrición y de
mi amargo dolor... Sí, sentí que me concedía su gracia, y que al perdonarme, aceptaba en expiación
la firme resolución que hacía de amarlo sobre todas las cosas y desde entonces convertirme a Él.
Al salir de esta iglesia de Ems, era ya cristiano. Sí, tan cristiano como es posible serlo cuando no se
ha recibido aún el santo bautismo...”
Tras esta experiencia de Dios, Hermann regresa a París. Con la ayuda del padre Legrand se prepara
para el bautismo. También entra en contacto con un sacerdote que antes había sido judío, el padre
Teodoro Ratisbonne, hermano de Alfonso (Alphonse Marie) Ratisbonne (famoso por haber tenido
una visión de la Virgen en la iglesia de Sant'Andrea delle Fratte, en Roma).
El 28 de agosto de ese mismo año 1847, en la iglesia de Nuestra Señora de Sion (París), Hermannn
recibe el bautismo y toma el nombre de otro gran convertido: Agustín.
El fervor del joven es enorme, pero las dificultades no faltan. Sigue en su vida de conciertos y
clases, y por lo mismo tiene que tratar con personas que se burlan de su conversión, que lo miran
como a un hombre fracasado. Hermann no se desanima. Busca continuamente cómo ayudar a otros,
especialmente a sus hermanos en el judaísmo, para que lleguen a descubrir lo que él había
descubierto.
En 1848, desde la amistad con monseñor de la Bouillerie, inicia con un grupo de personas un
apostolado que tendrá un futuro prometedor: la adoración nocturna. El 6 de diciembre de ese año se
tiene la primera noche de adoración en la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias (París). De este
modo, un recién convertido ofrece su contribución para un apostolado sumamente hermoso:
acompañar a Cristo presente en la Eucaristía.
Hermann reflexiona y ora para encontrar su camino como católico. Conoce a los carmelitas
descalzos y descubre que Dios le llama a vivir en esa Orden austera y contemplativa. Pero primero
tiene que pagar sus deudas... Trabaja lo necesario y al fin consigue quedar libre de ataduras. Ahora
podrá ser todo para Dios.
El 15 de julio de 1849, víspera de la fiesta de la Virgen del Carmen, empieza su postulantado en el
Carmelo de Agen, Francia. Desde entonces, vive su entrega a Dios con pasión, como había vivido
en el pasado su entrega al mundo.
El 20 de abril de 1851 recibe la ordenación sacerdotal, y empieza un fecundo trabajo apostólico
como fiel hijo de la Orden del Carmen. Trabaja, además, por la conversión de sus familiares. En
1852 bautiza, en secreto, a su hermana, pues sus padres siguen sin comprender que se haya hecho
católico, y no aceptarían para nada que también su hija “renegase” del judaísmo. Cuando tiempo
después consigue bautizar a su sobrino, siente una gran alegría. Pero ese hecho llevó consigo un
enorme drama familiar, por los recelos de su cuñado, que llegó a secuestrar al niño durante un
tiempo para presionarle a dejar la fe católica.
El padre Hermann (lo llamamos con su nombre de pila, aunque su nuevo nombre es Agustín) viaja
por diversos lugares de Europa, según los encargos que le encomiendan sus superiores.
Uno de los momentos más emotivos de su ministerio sacerdotal fue una homilía que dio en París, en
el púlpito de San Sulpicio. Era el día 24 de abril de 1854. El P. Hermann era muy consciente de su
pasado lleno de desórdenes, de sus escándalos. Su homilía dio inicio con un gesto inmenso de
humildad, capaz de abrir corazones llenos de recelos o de críticas.
“Muy queridos hermanos míos. Mi primer acto al presentarme en este púlpito cristiano, debe ser
una pública retractación de los escándalos que en otro tiempo tuve la desgracia de dar en esta
ciudad.
¿Con qué derecho, podríais decirme, con qué derecho vienes a predicarnos, a exhortarnos a la
virtud, a la piedad, a exponernos las verdades de la fe, a hablarnos de lo que amamos, de Jesús y de
María, tú, que los has ultrajado mil veces en nuestra presencia; tú, a quien hemos visto en compañía
de pecadores públicos, arrastrándote en el barro de una inmoralidad sin pudor; tú, a quien hemos
visto arrebatado por el viento de cualquier doctrina, haciendo profesión abierta de todos los errores;
tú, en fin, cuya deplorable conducta nos ha contristado tan a menudo? «Has nacido todo entero en
pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?» ( Jn 9,34).
Sí, hermanos míos, confieso que he pecado contra el cielo y contra vosotros, reconozco que he
merecido vuestra animadversión y que no tengo derecho alguno a vuestra benevolencia.
Por eso, hermanos míos, estoy dispuesto a daros pública y solemne reparación; a arrodillarme, con
la cuerda al cuello, cirio en mano, a las puertas de esta iglesia, invocando la misericordia y las
oraciones de las gentes que pasen...
Por eso, hermanos míos, he venido cubierto con un hábito de penitencia, alistado en una Orden
severa, tonsurada la cabeza y descalzos los pies...”
Después de su experiencia de Cristo, el padre Hermann es una persona nueva. Por eso sus
superiores le piden continuamente misiones difíciles, y las acepta con gran generosidad. Su salud,
sin embargo, no es buena, y en ocasiones tiene que suspender su actividad apostólica para curarse.
Así pasan los años, hasta que en 1870 estalla la guerra franco-prusiana. Los ejércitos del Káiser
vencen a las tropas francesas. Miles de soldados son apresados y llevados a lugares lejanos. El
padre Hermann se ofrece para ir a Prusia como capellán, a pesar de su salud delicada.
El 24 de noviembre de 1870 sale de Suiza para dirigirse a Spandau, un lugar en donde hay
encerrados más de 5000 prisioneros, muchos de ellos franceses. Los atiende con una dedicación
ejemplar. Cuida de sus necesidades materiales y se ofrece para escuchar cientos de confesiones.
Un día, al visitar a los enfermos de viruela, el padre Hermann contrae la enfermedad. La fiebre
empieza a hacer su presencia, y el desgaste se hace visible en su cuerpo.
Lo llevan al hospital. Pasan los días y todo presagia su próxima muerte. Para Hermann significa
llegar pronto al encuentro definitivo con Dios. Recibe la unción de los enfermos. Poco antes de
morir, le piden su bendición.
“Con mucho gusto, queridos hijos”. Se intenta levantar, bendice a los presentes, cae sobre la cama y
murmura: “Y ahora, Dios mío, ¡en tus manos encomiendo mi espíritu!” Fueron sus últimas
palabras. Luego, partió hacia el encuentro con Dios. Era el 20 de enero de 1871.
Así terminó su aventura humana. Empezó siendo un niño prodigio. Amó la música y amó a muchos
amigos. Sintió un extraño vacío entre aplausos y lisonjas. Pero desde que descubrió a Cristo,
presente y vivo en la Eucaristía, su vida fue otra. Y a Cristo lo descubrió gracia a la Virgen María.
A Ella, la Madre del cielo, dirigió una bellísima oración por la conversión de su madre en la tierra.
Con sus palabras terminamos esta breve presentación de una vida apasionada:
“¡Oh Madre mía del cielo!, puesto que por tu amor he dejado a todos los que me eran queridos en
este mundo, ¡por favor, ten piedad de sus almas! No olvides que por ti he dejado también a una
madre, que es, como tú, hija de Jacob; es, pues, también de tu familia. ¡Ah! Me la devolverás,
tendrás piedad de ella, no puedes abandonarla. Su cabeza ya se inclina hacia la tumba, pobre madre
mía. Oh María, te lo suplico: roza tan sólo sus párpados con tu luminoso vestido y ella te verá, se
levantará y te seguirá, amará a Jesús, y entonces con nosotros irá al cielo”.
(Los datos usados para preparar estas líneas se encuentran en la edición electrónica de Gratis Date
de la obra de Charles Sylvain que lleva como título “Hermann Cohen, apóstol de la Eucaristía”,
publicada originalmente en 1881 y, en forma abreviada, en una traducción castellana de 1935).