La voz del corazón
Felipe Santos, Salesiano
Cuando en su reciente Instrucción Pastoral los obispos españoles presentan unas
orientaciones morales para la situación actual de nuestro país, se escucha
verdaderamente la voz del corazón. Los obispos se muestran alarmados por el
desarrollo creciente de un laicismo agresivo que pretende «prescindir de Dios en la
visión y la valoración del mundo, en la imagen que el hombre tiene de sí mismo,
del origen y término de su existencia, de las normas y los objetivos de sus
actividades personales y sociales». Los obispos no tienen miedo a perder relevancia
en la vida de nuestra sociedad, sino que lo que realmente temen es que un
pequeño, pero poderoso, grupo de personas —como ha ocurrido en tantos
regímenes políticos— trate abusivamente de imponer al resto de los ciudadanos sus
convicciones hasta el punto de destruir la convivencia democrática.
Piensan los obispos que en la manera de ver las cosas que algunos de nuestros
gobernantes exhiben «se esconde un peligroso germen de pragmatismo
maquiavélico y de autoritarismo» que puede aniquilar por completo nuestra
sociedad. Merece la pena transcribir por lo menos un párrafo del valioso
documento: «Si los parlamentarios, y más en concreto, los dirigentes de un grupo
político que está en el poder, pueden legislar según su propio criterio, sin
someterse a ningún principio moral socialmente vigente y vinculante, la sociedad
entera queda a la merced de las opiniones y deseos de una o de unas pocas
personas que se arrogan unos poderes cuasi absolutos que van evidentemente más
allá de su competencia. Todo ello, con la consecuencia de que ese positivismo
jurídico —así se llama la doctrina que no reconoce la existencia de principios éticos
que ningún poder político puede transgredir jamás— es la antesala del
autoritarismo».
Por supuesto, merece la pena una lectura pausada y atenta del documento
completo. No busca la Iglesia católica un espacio de poder ni una situación de
privilegio, sino que con palabras sencillas y directas recuerda a todos lo que la
experiencia histórica ha demostrado de manera fehaciente: los regímenes políticos
que prescinden de Dios terminan en el autoritarismo que llega siempre hasta la
brutal eliminación de unos seres humanos por parte de otros. Basta con recordar
los millones de víctimas del nazismo, las del régimen de Stalin o algunos de los
trágicos acontecimientos que culminaron en la Guerra Civil española.
La democracia es una comunidad ética, no un artificioso equilibrio de intereses y
poderes que simplemente hace posible el periódico relevo de los gobernantes sin
derramamiento de sangre. La verdadera democracia es siempre una comunidad
afectiva en la que el bien de todos y el respeto de cada uno son la señal evidente
del buen gobierno. Nunca se repetirá lo suficiente la afirmación de que sólo es
posible articular una convivencia efectivamente democrática mediante un profundo
respeto a cada una de las personas, sea cual fuere su raza, lengua, condición
social, convicciones morales y opiniones políticas. Rebajar ese respeto, o limitarlo a
los que piensan como uno mismo, equivale a poner en peligro la democracia.
Cuando es el gobernante quien falta a ese respeto, la democracia está amenazada,
aunque pueda parecer que las formas democráticas se mantienen porque la acción
del gobernante refleja la voluntad de la mayoría.
En este documento se escucha la voz del corazón de quienes hacen cabeza en la
Iglesia en España. Quizá por eso mueve a los lectores a escuchar también su propio
corazón y alienta incluso a intentar crear un espacio en el que sea posible escuchar
los corazones de los demás, prestando una particular atención a los más
necesitados. En sus párrafos finales, los obispos ofrecen «el fruto de nuestras
reflexiones y de nuestro discernimiento a los miembros de la Iglesia y a todos los
que quieran escucharnos, compartiendo abiertamente con todos nuestros temores y
nuestras esperanzas». Me parece que quienes públicamente —y a veces de modo
airado y agresivo— se posicionan contra la Iglesia en nombre de la tolerancia y del
laicismo podrían aprender mucho leyendo este luminoso documento, lleno de
mesura, razones y buen sentido. Probablemente ninguno de ellos lo leerá, pues a
menudo quienes atacan a la Iglesia y a las convicciones de los cristianos han
perdido la capacidad de escuchar a los que piensan de manera diferente a la suya.
En el caso de los gobernantes y los políticos podría pedírseles que leyeran nuestra
Constitución, que bien claramente establece el respeto que la Iglesia merece por su
implantación en la sociedad española (art. 16, 3). Mi secreta esperanza se
encuentra en que escuchen por lo menos a su propio corazón. Pero si ya no
atienden siquiera a la voz de su corazón es quizá una señal de que han traspasado
la antesala del autoritarismo y corren peligro no sólo la Iglesia católica y las
convicciones cristianas, sino la democracia misma. Esto es precisamente lo que
temen los obispos.