La confesión y la fe
P. Fernando Pascual
21-1-2012
¿Existen relaciones entre el sacramento de la penitencia y la fe? Podemos encontrar ayuda para la
respuesta si vemos un momento qué pasa cuando alguien se confiesa.
Lo primero que ocurre en cada confesión es que una persona reconoce que ha pecado. La idea de
pecado sólo se entiende, en su sentido auténtico, si descubrimos que tenemos una relación profunda
con Dios. Nuestra vida y nuestros actos le interesan, también cuando se trata de algo tan sencillo e
íntimo como el pensar o el desear algo.
Sólo en relación con Dios existe la noción de pecado, que podemos definir como un acto que ofende
a nuestro Creador, que hiere el corazón del Padre de los cielos, y que también, de modos no siempre
visibles, daña las relaciones con nuestros hermanos y con la Iglesia.
Una segunda dimensión que se da en las confesiones consiste en recordar que Dios tiene un deseo
muy grande de perdonarnos, de limpiar todo pecado. La fe nos enseña que Dios no desea la muerte
del pecador, sino que se convierta y que viva (cf. Ez 18,23; 33,11). Busca a la oveja perdida, hace
todo lo posible por rescatar al hijo descarriado, tiende la mano a quien está caído, como leemos en
el Evangelio.
Luego, llega el momento del siguiente paso en la fe: no me limito a pensar que Dios puede y quiere
perdonar mis pecados, sino que descubro cómo ilumina mi conciencia para denunciarlos, mueve mi
corazón para rechazarlos, y refuerza mi voluntad para acudir al sacramento del perdón.
La fe nos lleva, además, a buscar el perdón en la Iglesia, que ha recibido del Señor el poder de atar
y de desatar (cf. Mt 16,19; Jn 20,23). Cada vez que acudimos a un sacerdote, a un elegido y
consagrado para servir el altar y para hacer presente la misericordia en nuestro tiempo,
reconocemos y confesamos nuestra fe en la acción salvadora de Cristo, vivo y cercano en quienes
han sido elegidos como ministros del perdón.
La confesión, por lo mismo, es un auténtico milagro de fe. Dios nos ilumina, nos acompaña, nos da
fuerzas, nos permite reconocer lo que está mal, nos abre a la esperanza. Luego, desde la fe recibida,
acudimos a acoger, celebrar y vivir profundamente el milagro de la misericordia. Desde ella
cualquier pecador, tocado por la gracia, puede empezar el camino maravilloso de la conversión,
puede incluso llegar a ser santo.
Entonces, en los cielos, inicia una fiesta inmensa. Un hijo ha regresado a casa. El Padre lo acoge y
lo abraza gracias a la obediencia llena de Amor de su Hijo muy amado.