Algunos límites de la familia política
P. Fernando Pascual
Desde antes de la boda, y con modalidades más concretas después de la misma, un hombre y una
mujer que se casan establecen puentes de relación con las familias de él y de ella.
El esposo conoce a la familia de la esposa, la esposa a la familia del esposo. Los respectivos padres
empiezan a tratar al yerno o a la nuera con mayor intensidad, al mismo tiempo que modifican
muchas veces el modo de relacionarse con el propio hijo. Todo sería relativamente sencillo si cada
uno ocupa su lugar y no supera sus límites.
Los suegros son buenos suegros cuando respetan la opción matrimonial del hijo o de la hija, aunque
en no pocas ocasiones sientan cierta prevención hacia la otra parte. Quizá porque pensaron que su
hijo o hija escogieron mal, o que se precipitaron, o que el yerno o la nuera no tienen las cualidades
que los suegros desearían, etcétera. Otras veces no hay prevenciones o disconformidades, pero en la
vida concreta se producen interferencias más o menos problemáticas desde la familia política hacia
la nueva familia.
La situación vista desde los esposos puede ser muy variada. Quizá uno de los dos (o los dos) sigue
muy enganchado de sus propios padres, hasta el punto de insistir continuamente en comer o cenar
con ellos, o en invitarlos a casa. En ocasiones la otra parte se siente molesta, desea más
independencia, comienza a reprochar al cónyuge por seguir tan aferrado a su familia de origen y
dañar así el camino de maduración de la pareja.
Otras veces uno de los esposos adquiere un papel dominante y exige a la otra parte un corte radical,
incluso excesivo, hacia sus padres. En estos casos pueden llegarse a imposiciones arbitrarias que
hieren el corazón de la parte “sometida”: la esposa o el esposo dominado sigue siendo hijo y,
seguramente, conservará el cariño hacia sus padres, aunque el cónyuge busque separarlo de ellos.
Como se intuye, las situaciones que pueden darse son muchas y complejas. Las que acabamos de
esbozar son sólo algunos casos problemáticos. Lo cierto es que las parejas tienen con frecuencia
serias dificultades en armonizar el cariño y el trato debido hacia sus propios padres, por un lado; y
por otro, la autonomía adecuada que necesita la nueva familia para configurarse y recorrer su propio
camino.
Por eso resulta de ayuda recordar dos ideas que tienen importantes aplicaciones. La primera es que
un hijo es siempre un hijo, y unos padres son siempre padres, aunque el hijo contraiga un
matrimonio y empiece a vivir en una casa propia.
Ello significa que el matrimonio no puede convertirse en una ruptura inhumana y dolorosa respecto
del propio pasado. Cada hijo debe reconocer qué merecen sus padres, cómo mostrarles cariño, en
qué asuntos (sobre todo si son mayores) habría que ayudarles.
La segunda idea es que la nueva familia, si no existen enfermedades de tipo psicológico o niveles de
inmadurez graves, está llamada a configurarse desde la pareja, sin injerencias abusivas desde las
familias políticas (sobre todo desde los padres) del esposo o de la esposa. Ello significa que el peso
de la marcha del nuevo hogar recae de modo completo en la pareja, sin que esto sea obstáculo para
mantener una sana relación con los propios padres o con los padres de la otra parte, y así lograr esa
armonía que tanto ayuda a todos.
Una familia no puede madurar si gira continuamente en torno a sus orígenes. El centro de gravedad
de la nueva pareja tiene que ser el amor mutuo, al que se añaden las obligaciones hacia los hijos que
puedan nacer.
Son dos pistas importantes que pueden ayudar a todos, a los familiares políticos y a los esposos,
para armonizar los deseos buenos y las aspiraciones legítimas de todos.
No faltarán, ciertamente, momentos de dificultad y diferencias de opiniones. Con un poco de
paciencia y un mucho de sano respeto será posible afrontarlas de la mejor manera posible: para el
bien de los esposos, y para la paz en los corazones de sus respectivas familias políticas.