El creyente ante el ateo
P. Fernando Pascual
1-1-2012
Quien cree de verdad en Dios orienta su mente, su corazón y su vida desde certezas profundas.
Acepta que Dios existe, que se interesa por los hombres, que vino al mundo para salvarnos, que
juzgará a cada uno por sus obras, que ofrece la misericordia sin imponerla.
Por eso intenta que su vida esté de acuerdo con su creencia. No le resulta fácil, pues también el
creyente sucumbe ante el pecado, sobre todo en ambientes donde se actúa como si Dios no
existiese.
El creyente verdadero no mira con indiferencia a quienes no creen en Dios. La existencia de ateos
teóricos o prácticos, o de agnósticos que afirman no ser capaces de conocer nada sobre Dios,
interpela y estimula al creyente: ¿qué puede hacer para que otros conozcan lo que él conoce?
Un dinamismo básico de las creencias humanas consiste precisamente en desear condividir lo que
uno acepta como bueno y como verdadero a quienes viven cerca o lejos. Es algo que vale para
muchos ámbitos, incluso los más cotidianos.
Pensemos, por ejemplo, en una persona que sufre de alergias y llega a conocer los buenos resultados
de un producto natural o de una medicina recién descubierta para paliar los efectos del polen. Si
encuentra a alguien con una situación parecida y sin tratamiento, deseará casi espontáneamente
darle el dato: existe un producto que a mí me ha ayudado y que puede ayudarte también a ti.
El ejemplo, desde luego, tiene sus puntos débiles, pues no toda medicina funciona de la misma
manera en distintas personas. En cierto modo, también la creencia en Dios puede producir efectos
diferentes en personas distintas. Pero cuando hablamos de ideas y de convicciones no estamos
simplemente en el ámbito de las reacciones químicas, sino que tocamos algo muy propio de todo ser
humano: su condición inteligente y su apertura al amor.
Por eso, el creyente que vive con una actitud generosa y solidaria no puede no buscar caminos, en el
respeto debido a cada uno, para que su fe sea asequible a otros. Es parte del dinamismo humano que
nos lleva a compartir las propias riquezas.
A pesar de lo dicho, encontramos a muchas personas que se declaran católicas pero que tienen
miedo de compartir su fe. Quizá porque temen ser rechazadas, o porque suponen, erróneamente, que
todo vale más o menos lo mismo. Pero si existe fe verdadera, es imposible no querer comunicarla:
los bienes no son algo exclusivo ni se guardan en un armario, sino que tienen que ser asequibles a
todos.
En las mil encrucijadas de la vida, encontraremos personas que viven lejos de Dios. Tenderles una
mano amiga, estar disponibles a un diálogo respetuoso y cordial, hará posible que se disuelvan
barreras e incomprensiones a veces basadas en errores de perspectivas, y que se tiendan puentes en
un sano intercambio de convicciones.
El resultado no siempre será el que uno espera, pues en el acto de fe se dan muchos aspectos que
van más allá de la capacidad comunicativa, sobre todo porque supone la acción de Dios en cada
corazón y la respuesta libre de las personas. Pero adoptar una actitud amiga hacia el ateo, que nace
del mismo ejemplo de Cristo ante los hombres y mujeres que encontró a lo largo de su vida pública
y en tantos otros modos en estos 2000 años de cristianismo, mostrará que nuestra fe es algo vivo y
luminoso, y que nuestras almas están llenas de un deseo enamorado de compartir el tesoro que
hemos recibido de un Dios bueno.