¿Hay algo que caduca en la transmisión de la fe?
P. Fernando Pascual
24-12-2011
Si algo es verdad, lo es hoy como hace mil años, y lo será también dentro de mil años. La verdad no
caduca nunca.
Si Cristo es Dios, si Cristo resucitó, si su mensaje es verdadero, vale ayer, hoy y mañana.
Algunos, si bien aceptan lo anterior, se preocupan por los métodos de transmisión, por las
modalidades comunicativas. ¿Valen hoy, en un mundo tecnológico, los discursos pronunciados por
Jesús de Nazaret en una cultura fundamentalmente agrícola? ¿Es comprensible el Evangelio, escrito
por personas del siglo I, después de la difusión de la radio, la televisión e Internet?
En otras palabras, si aceptamos que la verdad cristiana no tiene fecha de caducidad, ¿habría
caducidad en las maneras de expresarla?
La respuesta no es fácil. No sólo por lo que se refiere a nuestra época, tan diferente de la que
conocieron Pedro, Pablo, Andrés, Santiago y los demás apóstoles, sino incluso para pueblos y
culturas diferentes.
Pero hay un modo de encontrar la respuesta: existen en los hombres y mujeres de todos los tiempos
y lugares una serie de constantes, de dimensiones, que permiten comprender lo central del mensaje
cristiano.
El primer aspecto consiste simplemente en la propia condición humana. El Evangelio es
comprensible siempre porque es Palabra de Dios dirigida a cada hombre, a cada mujer: del mundo
griego y del mundo eslavo, de Occidente y de Oriente, del siglo II y del siglo XXX (si la humanidad
llega hasta el III milenio...).
El segundo radica en el fundamento que permite dialogar: cada uno desea conocer la verdad, y
posee una inteligencia con la que puede escuchar y entender, pensar y formular luego mensajes para
otros.
En otras palabras, estamos hechos con una apertura al aprendizaje y a la escucha, a la enseñanza y a
la comunicación. Cualquier verdad, en ese sentido, puede pasar de boca en boca, de corazón en
corazón, a través del espacio y del tiempo. Esto vale también para las verdades que se refieren al
cristianismo.
El tercer aspecto se construye sobre la “fe humana”. Desde pequeños nos fiamos de otros,
aprendemos y descubrimos la belleza del cariño que respeta y que enseña, que se abaja para
explicar cómo atarse los zapatos y en qué manera podemos aprender la tabla de multiplicar. De
adultos sentimos el deseo de decir a otros verdades (sencillas o importantes) que hemos descubierto:
los “secretos” hermosos y bellos se transmiten con placer.
Es cierto que hay engaños, o que no siempre hablamos bien. Es cierto que en un mundo cada vez
más sofisticado hay quienes piensan que el Evangelio sobrevivirá sólo si se adapta a las nuevas
tecnologías. Pero más allá de eso, sin computadoras y sin celulares, cualquier hombre, cualquier
mujer, puede convertirse en un transmisor convencido y fidedigno de la Verdad que viene de Jesús
de Nazaret, puede ser un auténtico apóstol en el seno de la Iglesia católica.
Hay un lenguaje universal que llega a todos y que resulta quizá el más convincente: el ejemplo. Una
verdad tan hermosa y tan exigente como el Evangelio no se puede comunicar desde vidas
mediocres, egoístas, hundidas por el amor a los placeres o a los bienes materiales.
Por eso el mártir se convierte en un testigo luminoso, fuerte, entusiasmante, de una Verdad que no
caduca.
Lo explicaba de un modo maravilloso un hombre convencido de su fe católica, en la encíclica
“Fides et ratio”, el ya beato Juan Pablo II. Cerramos estas líneas precisamente con sus palabras:
“El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha
hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle
jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la
verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo.
Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días.
Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor
que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a
cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En
definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos
y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar” (Juan Pablo II, “Fides et
ratio” n. 32).