El deseo de la meta
P. Fernando Pascual
24-12-2011
Para el caminante, existe un punto de partida y un punto de llegada.
El tiempo pasa. El cansancio aumenta. La meta parece lejana. ¿Por qué seguimos en camino? ¿Qué
nos mueve a dar nuevos pasos?
El deseo de llegar a la meta se alimenta de la esperanza de encontrarse con alguien que nos quiere, o
de llegar a un lugar donde el descanso será seguro.
Las metas terrenas, sin embargo, tienen siempre algo nebuloso. Son puntos provisionales,
momentos que preparan nuevos viajes. En el mundo somos peregrinos inquietos: ningún lugar es un
punto de llegada definitivo.
“No tenemos aquí ciudad permanente”: estamos orientados hacia la ciudad futura (cf. Hb 13,14).
Así lo expresa la Biblia. Así lo experimentó el pueblo escogido, durante años de dolor en el
desierto. Así lo experimenta, a lo largo de los siglos, una Iglesia peregrina que acompaña a los
hombres en su marcha hacia la meta anhelada.
Las bellezas del camino pueden encandilarnos, hasta el punto de que olvidamos de dónde venimos y
a dónde vamos, como recordaba el corazón inquieto de Agustín de Hipona.
Muchas veces nos sentamos, bajo la sombra de un tilo frondoso, mientras el viento refresca nuestros
cuerpos y alivia dolores del alma. Pero la meta sigue lejos. Llega la hora de levantarse, nuevamente,
para avanzar hacia la siguiente etapa.
Somos peregrinos enamorados. Una voz íntima nos llama. En el horizonte, entre nieblas y misterios,
Dios espera la llegada de los hijos. También la mía, con esa historia no siempre hermosa, marcada
por heridas profundas, por pecados consentidos, por miedos, por cobardías. Pero también llena de
toques de misericordia: el amor es más fuerte que el pecado.
La fuerza para la marcha viene del Pan de los fuertes. La Eucaristía es alimento del caminante. La
Virgen protege, con su manto, al peregrino.
El tiempo pasa, el Sol se aleja, la noche llama. Atrás queda un trecho del camino. La meta está cada
vez un poco más cercana.