La derrota de los fuertes
P. Fernando Pascual
10-12-2011
El que tiene medios, tiempo, capacidades, apoyos, poder, inteligencia, dinero, puede usarlos para el
bien o para el mal. Es un “fuerte”, gracias a los “poderes” que tiene entre sus manos.
Un fuerte fracasa cuando pone en juego todas sus potencialidades para destruir a los “adversarios”,
para imponer sus puntos de vista desde la violación de los derechos ajenos, para conquistar puestos
de gobierno con intrigas, amenazas o sobornos.
El gran engaño que sufren algunos fuertes consiste precisamente en sentirse vencedores, en ver
cómo aplastan a otros, en alcanzar sus objetivos a costa de dañar a los débiles.
Logran, sí, aquellas cosas que tanto anhelaban. Pero en el fondo han fracasado. Porque cualquier
acto al margen de la verdad, de la justicia, del respeto a los inocentes está viciado en su raíz.
Duele ver al fuerte altanero y malvado que presume de sus victorias. No llega a ver su derrota
profunda. Le ciegan los aplausos de aduladores y la satisfacción de lo “conquistado”. Por eso
continúa adelante en sus malas obras, sin darse cuenta del enorme daño que produce: en sí mismo y
en las víctimas inocentes.
¿Puede un fuerte engreído curar su alma corrompida? ¿Puede aprender que existe otro modo de
vivir? ¿Puede tender la mano para ayudar y resarcir a quienes ha dañado?
Mientras hay tiempo, es posible el cambio. La invitación de Dios resuena cada día: “Conviértete al
Señor y deja tus pecados, suplica ante su faz y quita los obstáculos. Vuélvete al Altísimo y apártate
de la injusticia, odia con toda el alma la abominación” ( Si 17,25-27).
Sólo hay verdadera victoria cuando eso que somos y tenemos se invierte en la búsqueda de lo
bueno, lo noble, lo bello. Un fuerte, entonces, triunfa si sabe respetar a los inocentes, si empieza a
dialogar con el ignorante, si tiende la mano a quien está caído, si emplea sus energías y cualidades
en la tarea de construir un mundo más justo y más honesto.