Un anhelo perenne
Pablo Thigpen
Yo encontré al Señor, o mejor dicho, el Señor me había encontrado a mí. En
momentos de tranquilidad, sentía un anhelo que me estremecía cuando escuchaba
una grabación de canto gregoriano o el “Ave María” de Schubert. Me conmoví
también cuando visité las grandes catedrales de Europa.
Leí Confesiones de San Agustín, El Diálogo de Catalina, y la Noche oscura de San
Juan del Alma. Estos eran más que los libros, eran puertas de entrada que
facilitaban la comunión con los que los habían escrito.
Cuando me arrodillaba en los santuarios de las iglesias católicas, me sentí atraído
por el sagrario y el altar. Y a veces lloraba al mirarlo colgado. ¡Después de tantos
años, seguía con los brazos abiertos para acogerme! Pero mi mente se rebelaba
ante tal atracción. Recordaba: “Eso es sólo para católicos”.
En consecuencia vagué de una denominación protestante a otra: presbiterianos,
bautistas, metodistas, episcopalianos, pentecostales, independientes
carismático. Cada una me enseñó lecciones importantes en el caminar con
Dios. Pero tenía que admitir que no me sentía en casa.
La manera de pensar como protestante estaba profundamente arraigada en mi
mente. El legado de Voltaire y la Ilustración de habían adentrado en mi ser más de
lo que yo creía. Mi corazón y mi cabeza se enfrentaban una vez más. Varias
experiencias me convencieron de que Dios mezcla lo humano con lo divino, lo
natural con lo sobrenatural, lo ordinario con lo misterioso. Dios sabía que yo lo
necesitaba. Así que me puso en un programa para obtener el doctorado en teología
histórica, donde encontraría los mapas de los que habían hecho el viaje antes.
Los nombres de los cartógrafos eran: San Agustín, el Cardenal John Newman, GK
Chesterton, Thomas Merton, y muchos otros. La contribución de San Agustín me
tomó por sorpresa. Me di cuenta de que yo era un donatista moderno - y él me
estaba retando por estar separado de Roma.
Uno por uno, cada pregunta que tenía sobre la fe católica obtenía su respuesta.
Al mismo tiempo, comencé a superar los filtros de protestantes a través de los
cuales se leen las Escrituras. Ya no podía insistir en apegarme al sentido literal del
texto bíblico pero interpretar las palabras de Jesús acerca de su Cuerpo y su
Sangre, para volver al “sentido figurado”. Tampoco podía ignorar su anuncio claro
de que iba a construir su Iglesia sobre Pedro y a él le daría las llaves del reino.
Encontré piedras en mi camino: monjes que hablaba como los budistas y monjas
empoderadas por el culto a una diosa pagana. Reconocí que cualquier problema
que tiene la Iglesia no es exclusivo sino universalmente humano.
En Juan Pablo II, yo veía el heroísmo de la Iglesia en Europa del Este y signos de la
gracia de Dios. Al mismo tiempo, vi cómo Roma continúa siendo el centro de
gravedad espiritual para las iglesias que se han separado de ella.
Las más antiguas denominaciones protestantes han sucumbido al espíritu de la
época en todos los problemas que han surgido, y la Iglesia Católica se ha
mantenido firme. Hoy como ayer, Veritatis Splendor - el esplendor de la verdad,
como el Santo Padre ha llamado tan acertadamente - resplandece de Roma. La luz
brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron.
Erasmo y Newman me enseñaron que la Iglesia es un organismo que madura, cuya
vida útil se extiende a través de los siglos. Ellos me desafiaron a no defender la
noción protestante de que deberíamos de desear más el embrión en el organismo
maduro; habiendo estudiado Historia de la Iglesia, me encontré que tal defensa era
imposible.
Cuando estudié la historia de la liturgia judía y cristiana, me di cuenta de que aún si
pudiéramos volver a la experiencia cristiana “primitiva”, esa experiencia no se
parecería a la mayoría de las iglesias protestantes. Descubrí que la Iglesia
primitiva, era litúrgica en el culto; trans-locales y jerárquica en su gobierno, y
dependiente de un núcleo de Tradición, que incluía las Escrituras, pero se extendía
mucho más allá también.
En resumen, todas las carreteras y caminos anudados de la historia de la Iglesia,
llegan, al final a la ciudad de las siete colinas. Cuando terminé mis exámenes de
doctorado, yo sabía que tenía que entrar en la Iglesia Católica. Mi corazón y mi
mente ya eran católicos; si rechazaba a Roma, andaría sediento el resto de mis
días.
Tomado del libro: Patrick Madrid, Asombrado por la verdad, Basilica Press, Estados
Unidos, 2003.
RESUMEN ELABORADO POR REBECA REYNAUD.