Mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido…
…en una playa
Soñé. Soñé que eras tú al que soñaba. Sueño irrealidades.
Te veo entrando a la iglesia de mi barrio, y no sé si vas o si vienes de repletarte de
soles y de arenas; si has dejado el cubito y la palita en el auto, con arena y sal
pegados porque llegas, o limpios porque vas hacia los caracoles. Tienes camisa
llena de sombrillitas diminutas y de flores enormes; y algo parecido a unos
calzoncillos largos repletos de bolsillos extraños, que muestran tus piernas horribles
y peludas. Tus dedos se introducen en las tiritas de tus chancletas que los reciben
un poco asustadas --¡son tan feos!--
Abrazas a empellones a ese amigo con el que jugaste al golf hace dos días,
mientras tu voz de trueno salta por encima de diez bancos hasta golpear al otro –
jugador de dominó-- que está apoltronado diez bancos delante del tuyo y que no
te ha visto porque lee el boletín semanal de la parroquia, mientras le pisas los pies
a una viejita. Te lo concedo, todos hablan, entran y salen, conversan, y no es fácil
oír ni que te oigan. Finalmente, después de algunos más, y más o menos eufóricos
apretones de manos, te tiras sobre la madera de tu asiento, cruzas el brazo por
detrás del respaldar del banco y del cuello de tu mujer que se está ajustando las
tiras de la trusa que “esconde” debajo de la colorada blusa de generoso escote.
Cristo en la caja de oros. Vienen a visitarlo; pero nadie lo contempla, nadie le
habla.
Miras en derredor. Hay muchos ataviados como tú. Otros se enfundan en jeans
que parecen ser uniforme de Misas, porque se pueden contar diez de cada once con
los mismos ajustados pitusas: los padres y los hijos, y el tío solterón y la abuela (lo
que varían son las marcas de los diseñadores); con sus invariables zapatillas del
gimnasio o de practicar algún deporte.
Al voltearte para ver si hay más amigos en la iglesia, tu vista tropieza con el
confesonario. Te viene a la mente un adjetivo: anticuado . Tratas de recordar la
última vez que tú o uno de los tuyos se arrodilló delante de un cura. Las telarañas
te obstruyen los recuerdos. Buscas por curiosidad en el boletín que alguien dejó
todo arrugado en el banco… Confesiones: Sábados de 3 a 3:30 PM.
Te sorprende el retumbe del tambor y la trompeta, y el director del coro que lanza
sus amenazadores brazos a los aires exigiendo que cantes y que acompañes con
palmadas el altisonante ritmo que arman panderetas y timbales. Ahora no hablas.
Tampoco cantas. No es varonil. Amén de que es en inglés. Te mueves un poquito,
cadenciosamente, como la mulatica de delante de ti, y el novio… ¿Donde los has
visto antes? ¿En Versalles de París o en el de la Pequeña Habana? Tiene que ser en
el de la calle 37 porque en Francia nunca has estado. ¡Qué ocurrencia formidable!
Te viras y se lo cuentas a tu mujer. Se ríen ambos hasta cansarse. La risa se pierde
entre el retumbar que arman músicos y cantores.
Siguen entrando feligreses. Se les hizo tarde.
Comienzan las lecturas. Eso te gusta porque es sentado. Larga la primera,
interminable y mal leída. La segunda está mejor: corta, y le viene de perillas a tu
esposa. Le das un pequeño codazo. Ella se enfurece y te pellizca. ¡Carimbo; duele!
De nuevo el tambor y la trompeta: eso lo cantas, ese Aleluya siempre te ha
agradado.
Entra más gente. Un padre y cuatro alborotados niños te empujan, fuerzan el paso
y se aprietan en tu banco. Casi te caes.
Homilía. Larguísimo el sermón del cura. Decía tu tía que cuando resultaba largo era
que el cura no lo había preparado Este cura te gusta. Todo es misericordia, todo
perdón; no tienes que preocuparte: Dios es muy bueno y a ti te conviene mucho
eso. Aquel cura de cuando eras pequeño te asustaba con lo del infierno, y te hacía
confesarte del miedo que sentías al imaginarte todo achicharrado. Gracias a Dios
las candelas y los demonios han desaparecido por completo.
Sigue llegando gente. Ahora son muchos. De un golpe. Pepín sonríe y le susurra a
su mujer: - “Llegó la guagua”
Cristo en la caja, en la nave lateral izquierda de la iglesia. Una lucecita roja marca
su presencia. Le pasan por adelante “como Pedro por su casa”.
El Credo. Oraciones. La colecta. Tu consabido billetico de un peso. Lo doblas en la
mano para que no se note de cuánto es: aquel viejo del reloj grande y guayabera
echa de a veinte, y se ve claro porque el billete va todo estirado.
Ofertorio y demás. Al fin se hace un poco de silencio. Un niño chilla, la madre que
lo saca. El Padre Nuestro: se agarran de la mano, cruzan los pasillos y se hace una
cadena humana que pronto levantará los brazos hacia el techo –como el director
del coro, pero los brazos tiesos--. La paz ¡Ahora sí que centellean los abrazos, los
besos, las golpes en las espaldas! Gente que corre desde el frente hasta el final a
darle un beso a la prima que llegó tarde y no alcanzó asiento en los primeros
bancos. Y viceversa. Y de lado. Y de costado.
Comunión. No queda ni un alma en los bancos. Las filas se hacen largas por todo el
templo. No importa, hay decenas repartiendo las Hostias consagradas. Entra más
gente y se incorpora directamente a los que hacen cola para comulgar. Algún
acomodador, imperativamente, ordena a todos incorporarse fila por fila, banco tras
banco. Se hace rápida y ordenadamente. Ya se retiran los que repartieron la
Comunión hacia sus bancos. Uno de ellos se limpia las manos en su corbata verde.
Empiezan a salir los que están apurados porque el juego de futbol empieza a la una
y todavía no han comprado las cervezas. Con las prisas locas resulta que tropiezan
con algunos de los que todavía entran. Te ríes porque te acuerdas de aquel primo
tuyo que te hizo notar que Judas también salió temprano.
Oye, tú, antes de que te vayas. ¿Te fijaste en la Consagración? ¡la hubo! ¡Fue lo
más importante! Un cura amigo decía que los todos los periódicos debería tener
entre los titulares de primera plana, con letra gigantesca: ¡Un cura consagró en tal
iglesia! Nada ha sucedido de más importancia.
Resuena entonces fuertemente el timbre del despertador. ¡Alivio! Te lo había hecho
notar al principio: una simple pesadilla de verano. Es martes. Me visto y me voy
para el trabajo.