La puerta angosta
“Esforzaos a entrar por la puerta angosta;
porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán.”
Lc. 13:24
No basta con procurar; que es interesante término, aunque totalmente inútil
para lo único que es útil.
Espanta la frase del Cristo: ¡Muchos!, ¡muchos los que procuran y no entran!
Los tres vocablos puestos así, tan juntos, tan enlazados, aterran: procurar,
entrar, angosta puerta. Muchos los que no podrán. Tú, y yo, acaso, entre ellos.
Mientras más sean, mayores oportunidades de formar parte del grupo.
Procurar es verbo flojo. Para los flojos. El que procura no mete el alma.
Tienta. Se asoma. Serlo aterra. Ser de los que gritan Señor; de los que van por el
mundo pregonando; sin considerar que más gritan los del cotarro, con más
pulmones y fierezas. Y parece que es fácil serlo, porque son a montones, según la
frase esa, la de allá arriba, la que encabeza.
¿Dónde la puerta? No en los mares ni en los sembrados, ni en las plazuelas,
ni en campos, ni en montañas. Esos no tienen puertas. Tampoco los caminos, ni
aun el camino. Quizá atine con el sendero; pero se trata de una puerta, chiquita,
estrecha, a la que hay antes que localizar porque no te dicen dónde se encuentra.
No dice puertas. Es puerta, en singular. Y por esa puertecita –¡primero hallarla!--
tenemos que entrar todos, muchos al mismo tiempo, a empujones, a dentelladas,
con extrema violencia, brutal, salvajemente –todo lo que no sea procurar-- si
queremos pasar por ella. Y no cabemos; no caben tantos, al mismo tiempo, por un
tan ínfimo agujero en medio de la nada. Por eso son tantos los que no entran. No
procurando, a tientas. O soy un tonto, un insensato; o esto es horrible.
Quedarse afuera ¿Adónde? ¿En medio de qué sombras, de qué terrorífico,
maléfico lugar? Porque no es éste, éste de ahora; sino es el lugar, específico,
determinado, puntual, por donde dicen que hay que entrar. Afuera. Sin Dios y sin
defensa; que Él está adentro, del otro lado, adonde ya no pude, ni puedo, ni podré
entrar. No va a abrir, aunque toque con puños y a patadas. Está cerrado ya.
Cerrado y para siempre. No importa cuánto llore, ni desgañite, ni implore, ni dé
alaridos. Cerrado queda. No me abrirán.
No podrá nadie abrirnos, porque no pueden desde adentro. Y aunque
pudieran no se atreverían porque del otro lado no saben quién soy, ni quién tú
eres; amén que se confunde chillido con chillido, blasfemia con blasfemia, rugido
con rugido; y se hacen inidentificables los que braman, suplican, gruñen, bufan,
berrean, rechinan dientes.
Parece un Cristo inconmovible, duro, sordo. Como yo ahora. Parece que
pagara con la misma, mismísima moneda con que yo pago. El mismo trato. El sin
amor, con sin amor se paga.
¿Es la puerta la muerte? ¿Es un lugar? ¿Seré, yo mismo, camino y puerta y
sitio, e imposibilidad? ¿Será que de mi vida he hecho páramo baldío, sin cercas y
sin tranqueras; y arrancado los ojos, voy con la legión a despeñarme, a hundirme
en el abismo por huirle al abismal infierno sin saber que ya estoy en él, que estaba
cuando hacía el camino? ¿Será que ante el Cristo en agonía desespero porque no
soporto la luz, porque me encanta el fango y la cadena, y el afilado cuchillo de los
porqueros?
Quiero esforzarme, no quiero tu rechazo. Quiero pasar; no quiero ver a
Abraham y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras
que soy arrojado a las tinieblas. Sé que vendrán de Oriente y de Occidente y del
Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Quiero estar allí; el
último de todos, pero con ellos. ¡Sí me abrirán!... espero.