Cegueras
Hay cegueras, y hay oscuridad, y no se diferencian mucho. En definitiva, ambas son
ausencias de luz. Hay oscuridades físicas, y las hay del alma.
Un Dios que llamó aquel día. ¡Hace ya tanto! Habíamos visto el camino lleno de
luces y de entusiasmos. Se abría ante nosotros, y fuimos muy felices. Después, en
ocasiones, unas más largas y otras menos prolongadas, se nos llenó de tristezas el
alma.
¿Pecado? ¿Alejamiento de Dios? Si lejanías, sabemos quién se ha movido. O a
veces es Dios el que se oculta para que le busquemos con más ansias. Es lo que
llaman la noche negra del alma. Santa Teresa, Teresa de Calcuta. San Josemaría
gritó por años: Domine Ut Videam. Ut sit. ¡Señor que vea! ¡Que sea!
A nosotros, a todos, nos ha tocado. Quizá ahora. Un solo camino, un solo
remedio: más oración, no importa si reseca, ardua, vacía. Pegarnos más a Dios, al
que no vemos, al que no está; gritar en las oscuridades como el cieguito a la puerta
de Jericó.
Clamar en el solo sitio donde Dios no puede ocultarse. No puede aunque quisiera:
en el Sagrario. En la Hostia. Ahí vamos y le vemos cuando nos venga en ganas.
Gritar, y mucho. A gritos y con lágrimas . Nos hace falta: ¡Jesús, Hijo de David, ten
piedad de mí! Y si la gente nos incrimina, gritarle con más fuerza, hasta soltar el
manto para seguirle con menos lastre, con más ligereza; que cuando se trata de Él,
de Su camino, aun el manto estorba, se traba entre los pies, y pesa.