La lluvia, el Sol, y Dios
P. Fernando Pascual
19-11-2011
Fray Jacinto era otro cuando llegaba una tormenta y llovía a cántaros. Su corazón se expandía como
esponja. Daba una y otra vez gracias a Dios al contemplar sin cansarse cómo las gotas rebotaban en
tejados y terrazas, cómo bajaban alegre por cañerías y caminos, cómo dejaban empapados campos y
ventanas.
Fray Bernardo, en cambio, amaba intensamente los días de Sol. Su corazón se abría con una sonrisa
inmensa cuando contemplaba el cambio de colores del cielo por la mañana, mientras se levanta
aquella estrella que calienta los campos, que hace cantar a los jilgueros y a los mirlos, que da un
color vivo a las flores y los árboles. Desde lo más profundo de su alma agradecía a Dios por cada
jornada llena de luz y de alegría.
Era frecuente que fray Jacinto sintiese cierta pena cuando la lluvia tardaba en llegar. Rezaba una y
otra vez para que el cielo abriese sus compuertas y las aguas llegasen nuevamente a fecundar la
tierra.
También era habitual que fray Bernardo sintiese una cierta congoja y opresión interior cuando un
día sí y otro también el cielo parecía de plomo y el Sol permanecía secuestrado entre nubes
amenazadoras.
Cuando hablaban entre sí, se hacía patente las perspectivas tan diferentes que tenían fray Jacinto y
fray Bernardo. Incluso a veces, medio en broma y no tan en broma, fray Jacinto reprochaba a fray
Bernardo el que la lluvia se hiciera esperar, o fray Bernardo encaraba a fray Jacinto por rezar tanto
por la lluvia y porque era “muy escuchado” por el Padre de los cielos.
Un buen día, los dos se dieron cuenta de que lluvia o Sol, agua o calor, vientos o bonanza, todo
procedía de Dios.
Era Dios quien establecía cuándo y cómo llegaba el “buen tiempo” o empezaban las lluvias. Era
Dios el que ponía un límite a las aguas y el que adornaba las nubes con un arco iris presagio de paz
y de luminosidad. Era Dios el que permitía días o semanas de prueba, cuando la sequía dejaba
campos y bosques en angustias, o cuando las lluvias torrenciales desbordaban ríos y provocaban
avalanchas de barro en las colinas.
Así, sencillamente, los dos frailes aprendieron que un gusto personal no puede condicionar el querer
divino, y que Dios sabe lo que es mejor en cada momento para sus hijos, aunque no siempre los
hombres lo comprendamos ni lo que ocurre encaje con nuestros deseos.
Desde entonces, su oración no era pedir una y otra vez la deseada lluvia (fray Jacinto), o suplicar
que las nubes huyeran lejos para dejar al Sol el cielo abierto (fray Bernardo). Empezaron a pedirle
al Señor que, si era su Voluntad, bendijese y acompañase a sus creaturas, hombres y jazmines,
liebres y alcornoques, con su Bondad infinita y misteriosa. Esa Bondad sabe darnos siempre lo que
más nos conviene, aunque no siempre sea lo que deseamos. Si, además, Dios hace que alternan días
de lluvia y días de sol, pues los dos contentos y agradecidos...