Paracuellos de Jarama: la muerte de mi abuelo
P. Fernando Pascual
12-11-2011
El 19 de noviembre de 1936 se presentó un grupo de policías en la calle de Lista, n. 47, en Madrid.
Buscaban a Eduardo Aguirre de Cárcer, comandante de artillería retirado. Tenía 51 años, y allí vivía
con su esposa y 5 hijos.
Eduardo Aguirre de Cárcer, mi abuelo, se encontraba en esos momentos con algo de fiebre. Se
levantó de la cama para acoger a los recién llegados. Quienes venían a “arrestarlo” le dijeron que no
hacía falta que se vistiese, pues querían solamente llevarlo a declarar a la Dirección General de
Seguridad.
Mi abuelo les dijo: “Ya sé para qué me buscan. Déjenme vestirme y despedirme de mi familia”.
Se vistió y saludó a sus hijos. La mayor, Carmen, tenía 19 años. La siguiente hija se llamaba
Rosario y tenía 14 años; con el pasar de los años se casaría y tendría 5 hijos, entre ellos el que
escribe estas líneas. Los otros tres hijos eran Carlos, de 10 años, José María, de 7 años, y la más
pequeña, María de la Milagrosa (la llamaban Maruja o Marujita), de 6 años. A cada uno le dio un
fuerte abrazo.
Luego se despidió de su esposa, Carmen Saavedra, que tenía entonces 40 años. Se abrazaron. Ella le
entregó un crucifijo para que lo acompañase en esos momentos dramáticos. En el hogar habían
vivido como católicos, y ahora la fe otorgaba las fuerzas necesarias para afrontar lo que estaba por
ocurrir.
Terminó el momento de las despedidas. Eduardo salió con quienes le arrestaron. Uno de ellos dejó
olvidado un abrigo en la casa, y en el mismo mis familiares encontraron una tarjeta escrita en ruso,
y, si no recuerdo mal, los nombres de otras personas buscadas por la policía.
¿Qué pasó con mi abuelo? Según consta por varios documentos, fue llevado “a declarar” a la
Dirección General de Seguridad (o tal vez a una comisaría cercana). Luego, sin ninguna orden
judicial, quizá lo llevaron a un edificio en la calle General Díaz Porlier; tal edificio había sido
incautado y era utilizado como prisión por grupos de socialistas y comunistas. O quizá no pasó por
allí, sino que habría sido llevado directamente al lugar donde fusilaban a cientos de personas
durante aquellos días de noviembre de 1936.
A las pocas horas estaba en Paracuellos de Jarama, con el grupo de destinados a la muerte en
aquella “saca” o “paseillo”. Murió bajo las balas, sin juicio, sin defensa, sin condena. Como tantos
miles de personas que en esos días dramáticos, en un Madrid controlado por milicias comunistas,
socialistas y anarquistas, eran fusilados simplemente porque alguien los declaraba enemigos de
quienes tenían entre sus manos el poder.
Mi abuela no supo inmediatamente que ya habían matado a mi abuelo. Por un tiempo creyó que
estaba encerrado en la “cárcel” de Porlier. Allí se dirigía para entregar a los carceleros paquetitos
con comida, ropa y otros objetos. Cuando con el pasar de los días intuyó que esos envíos no
llegaban a su destinatario, empezó a comprender y a aceptar lo ocurrido: su esposo había sido
asesinado.
Durante algunos meses continuó mi abuela, con sus 5 hijos, su permanencia en Madrid. De ese
tiempo mi madre contaba una anécdota sobre su hermana pequeña, Maruja, la que tenía sólo 6 años.
Un día mi abuela estaba de compras en una tienda acompañada de Marujita. En esto, varios
milicianos o policías entraron a un edificio para realizar un registro. La niña se quedó mirando
fijamente, todo el tiempo, hacia el portal de la casa. Pasado un poco de tiempo, los milicianos
salieron como habían entrado.
Mi tía Maruja, entonces, le dijo a mi abuela: “Mamá, ya salen, y no se llevan a nadie”...
Para mi madre, con sus 14 años, y para sus hermanos, fue muy duro encontrarse, de la noche a la
mañana, sin padre. Mi abuela tuvo que convertirse en la mujer fuerte, para sacar adelante a la
familia y para planear la salida de Madrid, entonces muy cerca del frente de guerra.
Consiguió por fin los permisos para ser evacuada. Se trasladó primero a Valencia, luego en barco a
Francia, y finalmente regresó a España por la frontera de Irún.
De mi abuela, a la que conocí ya anciana y llena de una alegría que contagiaba a todos los que la
tratábamos, aprendí lo importante que es perdonar, amar y ver a las personas no con etiquetas, sino
según lo más íntimo que hay en los corazones.
Recuerdo que una vez me decía, con su voz amable: “Fernando, yo he conocido comunistas buenos
y comunistas malos, falangistas buenos y falangistas malos”. Me insistía en que no me quedase en
las identificaciones de grupo, sino que aprendiese a mirar a las personas, a lo que había dentro de
cada uno, a sus acciones.
Hace ya muchos años que mi abuelo fue asesinado. Su cuerpo se encuentra en una de las fosas
comunes en Paracuellos de Jarama, quizá en la fosa más larga, la número 4. Supo vivir para su
familia y para su querida España. Cuando llegó el momento, también supo morir fiel a sus ideales.
Años antes de ser asesinado, mi abuelo había escrito una canción o una poesía que mi madre
recordaba con cariño. En ella había una frase casi profética que expresaba un deseo profundo de su
corazón: “Por Dios y por la Patria, la vida dar”.
Eduardo Aguirre de Cárcer, ejecutado de forma injusta como tantos miles de españoles de uno y
otro bando, hoy descansa en paz. Quiera Dios que en el cielo podamos reencontrarnos, y que en la
tierra española, regada por su sangre, pueda brillar un poco esa paz que nace de la justicia, de la
misericordia y del perdón profundo entre los descendientes de quienes murieron por ser fieles a
ideales nobles y buenos.
(Agradezco a dos de mis hermanos la ayuda en la preparación de estas líneas, y al Sr. José Manuel
Ezpeleta los datos y documentos que me facilitó relativos a la muerte de mi abuelo).