9 . DE LAS VÍRGENES PRUDENTES
«En aquel tiempo dijo Jesús á sus discípulos esta parábola: El Reino
de los Cielos se parece a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron
a esperar al esposo. Cinco, de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las
necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas
llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró
sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz, «llega el
esposo, salid a recibirlo» Se despertaron las doncellas y tomaron sus
lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos un poco de vuestro
aceite, que se nos apagan las lámparas» Pero ellas contestaron:«Puede que
no haya bastante para todas, mejor es que vayáis a comprarlo». Mientras
iban a la tienda, llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con
él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también
las otras, diciendo: «Señor, señor, ábrenos». Pero él respondió: «Os lo
aseguro, no os conozco». Así pues, velad, porque no sabéis el día ni la
hora» ( Mt 25,1-13 ).
La parábola es una exhortación a la responsabilidad y la preparación; es
sabido que Dios, Padre, nos invita a la gran fiesta, la celebración del conocimiento
de Dios; no se puede dejar perder la "sabiduría radiante", que es "inmarcesible, y
fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan".
En su contexto, late la celebración de una boda. Era costumbre que, tras
pasar el día en bailes, a la caída de la noche, se realizaba la cena de boda; entre
antorchas encendidas, se llevaba a la desposada a casa del esposo, que se
retardaba tratando con los padres la dote de la novia. Cuando se anunciaba la
llegada del esposo, las mujeres, dejando a la novia, salen a su encuentro con las
antorchas.
El Maestro, tomando una circunstancia de la vida corriente, extrae una
enseñanza teológica. Expresa una concepción de la peripecia humana que conduce
a la relación con la Divinidad. Se trata de un concepto general de la historia, de su
sentido y dirección, que no se debe reducir ni confundir con la muerte individual de
las personas; la vigilancia ante la ignorancia del día y de la hora no se refiere a la
muerte; la llegada del Hijo del Hombre no tiene relación alguna con el día de
nuestra muerte. Es, pues, totalmente errónea la interpretación del texto como una
exhortación a estar preparados para la muerte; no encierra tremendismos ni
terrores, sino una concepción religiosa y positiva de la historia. El acontecer
humano tiene sentido e invita a vivir sabiendo que lo tiene, por eso, hace la
invitación a velar. El riesgo que hoy se corre, como sucedía a los contemporáneos
de Mateo, consiste en pensar que el futuro divino se demora, porque no existe. Este
es uno de los problemas del hombre actual; ahí radica su convulsiva búsqueda del
placer y el aferrarse al goce del mundo presente. La parábola muestra ese rotundo
error limitante, estéril y falto de horizonte, que ese aferramiento es denigrante y
grave. El discípulo de Jesús debe vivir con la mirada en el horizonte que sale y
viene de Dios.
Las jóvenes necias, por su escasa previsión, reciben una dura sentencia
condenatoria sin haber hecho nada malo, no maltratan a las compañeras, ni a los
criados, como el mayordomo infiel. Tenemos aquí el problema clásico de la omisión
y la neutralidad. El teórico "no hacer nada malo" es también un modo de hacer el
mal; algo parecido a negar auxilio en carretera; es no dar de comer al hambriento,
es no vestir al desnudo. La neutralidad no existe, el hombre siempre se encuentra
comprometido con alguien y con algo. La cuestión importante está en no olvidarlo,
ser consciente y responder siempre consciente al deber. Exige una vida de fidelidad
al don recibido y de servicio a los demás, especialmente a los pequeñuelos.
Ahora bien, la parábola debió tener una primera aplicación al propio
ministerio de Jesús; en Cristo, se ha hecho presente el Reino de Dios, es el Esposo
que invita a la celebración de bodas y ello exige una actitud personal de disposición
antes de que se cierre la puerta. La comunidad de Mateo y la Iglesia en todo
tiempo, han de responder a su llamada -siempre urgente- de tomar una decisión
ante Jesucristo y vivir preparado a recibirlo en cualquier momento y en cada
hermano. Los primeros cristianos vieron a la Iglesia-esposa en las diez vírgenes,
compuesta de buenos y pecadores; en este sentido esta parábola tiene mucha
semejanza con la red que recoge toda clase de peces, buenos y menos buenos (Mt
13,48), a la sala de banquetes, donde se reúnen justos y pecadores (Mt 22,10), al
campo, donde crecen tanto la buena, como la mala semilla (Mt 13,24-30). La
Iglesia es, pues, semejante a un cortejo de hombres que caminan hacia el Señor,
unos llevan encendidas las lámparas de su vigilancia, otros no se preocupan de
alimentar su fe. Los primeros procuran vivir sin dispersarse en mil cosas fútiles, han
escogido a Cristo y permanecen fieles; los otros se contentan con una pertenencia
puramente sociológica. La discriminación sólo se hará al término del periplo de la
Iglesia sobre la tierra, en el día de las nupcias de Cristo con la humanidad que
disponga de aceite y lámpara.
La parábola suscita un interrogante. ¿Qué sería si las prudentes hubieran
prestado el aceite y todas llevaran sus lámparas encendidas?, ¿castigaría el Esposo
a las que compartieron el aceite? Si Jesús intentara decir eso, habría que hablar de
una contradicción y constatar inmediatamente que el mismo Jesús exhorta muchas
veces a repartir nuestro aceite. Así pues, hay que pensar que Jesús se refiere a
alguna exigencia que no se resuelve con el préstamo del aceite; en el marco de la
fe, como en el de la realidad humana, hay multitud de valores que son ardua
adquisición personal, exclusivos y no compartibles. El aceite y la lámpara significan
aquí algo propio e intransferible, que forma parte de la identidad personal, algo
subjetivo que configura al hombre y sin lo cual el hombre no es, e, incluso, resulta
irreconocible para el mismo Dios: "No os conozco".
¿Qué significa tener aceite y la lámpara encendida? La liturgia sugiere una
cierta identidad entre el aceite de la parábola y la Sabiduría (Sb 6,13-17), y entre
las lámparas apagadas y la aflicción atosigante ante la muerte (1 T 4,13-17).
Evidentemente, Dios no puede hacer nada por un hombre sin luz y sin esperanza y
no porque a Dios le falte misericordia, sino por la imposibilidad radical de poder
llamar hombre a una vida sin luz y sin sentido; es imposible salvar al que no
quiere, al que se niega voluntariamente, al que no tiene la mínima luz, y se
autoexcluye inevitablemente de la fiesta del Padre. De andar vigilantes ante esa
seria posibilidad avisa la liturgia de estos domingos. No obstante, cabe el
optimismo. Es fácil tener luz, porque Dios nos hizo en ella y marcados por ella: "La
sabiduría se anticipa a darse a conocer a los que la desean...", "ella busca por todas
partes a los que son dignos de poseerla".
Hemos de estar alegres y llenos de gozo, porque somos invitados a la
celebración, llamados al gran banquete de bodas en la casa de la novia con las
lámparas encendidas; hay que multiplicar y renovar el aceite de nuestras lámparas,
la verdadera sabiduría, que es Jesucristo, que nos aconseja: "Que así resplandezca
vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
Vuestro Padre del cielo" (Mt 5,16).
Camilo Valverde Mudarra