Cómo ofrecer el Evangelio
P. Fernando Pascual
2-7-2011
La fe surge desde el don de Dios y desde la libertad de cada uno. No puede ser impuesta, ni se
consigue por los méritos personales. No se gana como un premio, ni se conserva gracias a las
cualidades que uno tenga.
La fe, además, es dinámica. No podemos acoger un regalo tan grande sin sentir, dentro del alma, el
deseo de compartirlo a otros. Quisiéramos que familiares, amigos, compañeros de trabajo, personas
que conocemos, puedan abrir sus corazones, encontrar a Cristo, recibir el don de Dios, dar un sí que
les introduzca en la familia de los creyentes. De este modo, llegarán a ser parte del Cuerpo de
Cristo, de la Iglesia.
Pero el mundo ha levantado mil barreras al Evangelio. Unos simplemente no tienen ni tiempo ni
deseos de escuchar la noticia que cambia: Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí (cf. Ga
2,20). Otros están aturdidos por los placeres, por las riquezas, por las preocupaciones de este mundo
(cf. Lc 8,14).
Otros tienen miedo: miedo a ser ridiculizados, relegados, criticados, incluso despedidos y
castigados (cf. Lc 8,13). Para evitar problemas en este breve tiempo dejan de lado el ofrecimiento
más importante: el bautismo que salva (cf. 1Pe 3,21).
Mientras, el tesoro sigue escondido en un campo, la perla no ha sido descubierta (cf. Mt 13,44-46).
Miles de corazones siguen tras placeres de espejismo, tras drogas para los corazones o para los
cuerpos. Se dejan atrapar por la avaricia o la soberbia.
¿Cómo podemos ofrecer el Evangelio? ¿Cómo conseguir que la luz que ilumina a todo hombre
llegue a más corazones (cf. Jn 1,9)?
Ante nuestra pequeñez, ante la gran cantidad de dificultades, sentimos la urgencia de rezar a Dios
para pedirle que nos haga mensajeros convencidos, enamorados, coherentes, de su Evangelio. Para
suplicarle que nos permita hablar con nuestros actos, con nuestra integridad, con nuestra alegría,
con nuestra justicia. Para que nos dé fuerzas para que el amor esté siempre encendido, como
lámpara que brilla sobre los techos (cf. Mt 5,15-16).
Así será posible que pronto, muy pronto, otros hombres y mujeres puedan confesar que Cristo Jesús
es el Señor, para gloria de Dios Padre (cf. Flp 2,11).