Determinismo y vida ética
P. Fernando Pascual
21-5-2011
El determinismo supone que todos los eventos de este mundo, también los realizados por los seres
humanos, están férreamente controlados por leyes inflexibles. En este horizonte, ¿queda espacio
para una vida ética, que se explicaría desde la libertad y se orientaría responsablemente hacia el
bien?
A lo largo de la historia han surgido diversas formas de determinismo. Uno tiene un horizonte
mitológico o religioso. Según esta visión, los hombres están dirigidos y controlados por fuerzas
superiores, por Dios o por divinidades, de tal manera que si Edipo mató a su padre y se casó con su
madre es porque estaba determinado a cometer un parricidio.
Otros determinismos parten de la tesis de que sólo existe lo material y lo que está relacionado con
eso (átomos, fuerzas, energías). En esta perspectiva, todo, desde los terremotos hasta el gesto de
quien ayuda a un enfermo, sería simplemente consecuencia de la acción y de la reacción entre
agentes materiales cuyos resultados caen siempre bajo las leyes férreas de la física.
Existen más determinismos, como el que supone que ciertas fuerzas psíquicas actuarían como los
auténticos motores de nuestros actos. O el que sostiene que la sociedad tiene un poder absoluto
sobre la mente y las decisiones de cada uno de sus miembros.
En estas distintas perspectivas no hay espacio alguno para la libertad. O, según algunos, se podría
hablar de libertad simplemente como la suposición, errónea, que tienen los seres humanos de ser
capaces de elegir entre posibilidades diferentes, cuando en realidad cada una de sus opciones estaría
determinada de modo inexorable por las fuerzas que rigen todos los acontecimientos de nuestro
planeta.
Si negamos la libertad, si todo está determinado, ¿qué queda de la ética? Simplemente, nada.
Porque la ética supone que un hombre o una mujer pueden conocer diversas opciones y pueden
optar por una o por otra desde una plataforma de libertad que el determinismo destruye.
En el pasado hubo quienes se alzaron con firmeza para superar el determinismo y para defender el
hecho de la libertad. Platón, por ejemplo, hizo ver en los momentos finales de la República que cada
uno escoge su estilo de vida. Aristóteles notaba, en la Ética nicomáquea , cómo tenemos una
capacidad de elegir entre acciones diferentes desde esa indeterminación que caracteriza los deseos
humanos.
En el mundo cristiano existe una clara defensa de la libertad. Ya el Antiguo Testamento interpela al
hombre a escoger entre los dos caminos que tiene ante sí (cf. Dt 30,15-20; Jer 21,8). Cristo expone
su doctrina y deja la decisión de seguirlo o de abandonarlo a sus discípulos (cf. Jn 6,67), si bien
afirma con claridad que sólo en la verdad podemos ser libres (cf. Jn 8,32).
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha sido un adalid de la existencia de la libertad humana. San
Gregorio de Nisa, san Agustín, santo Tomás y otros pensadores fueron defensores decididos de la
existencia de un libre albedrío. Admitida la libertad, también reconocían que somos responsables de
nuestras decisiones, que lo que hacemos o dejamos de hacer surge desde la libertad de cada uno.
Sólo si se admite la libertad y si superamos visiones deterministas somos capaces de comprender el
sentido y valor de la ética. Porque la ética es posible sólo cuando reconocemos que hay actos
buenos y actos malos, y que el decidir sobre unos o sobre otros está en nuestras manos.
Es necesario recordar, para tener un cuadro más completo, que hay factores, como enfermedades
psicológicas o condicionamientos sociales, que limitan o incluso anulan la libertad de algunas
personas. Además, se dan situaciones en las que un fuerte impulso pasional ciega la razón e
incapacita al ser humano hasta el punto de que no puede actuar de modo razonable y
verdaderamente libre. Pero esas situaciones, por desgracia muy frecuentes, no quitan el que existan
otras muchas situaciones y momentos en los que somos dueños de nuestros actos, en los que
estamos en grado de optar desde la libertad y según criterios éticos correctos o equivocados.
Es fácil, pero engañoso, acusar al destino, a las neuronas o a la sociedad de nuestros actos malos. Es
difícil, pero más noble y hermoso, reconocer la propia responsabilidad, pedir perdón por las faltas
cometidas desde un mal uso de la libertad, y abrirnos a horizontes de conducta que busquen,
sinceramente, una vida realmente ética, buena y justa.