¿Qué significa quejarse contra Dios?
P. Fernando Pascual
28-5-2011
Ocurre con frecuencia: nos quejamos contra Dios. ¿Tiene sentido esa queja? ¿Desde qué
presupuestos se construye?
Partimos de una experiencia sencilla. Reventó la rueda del coche en plena calle. ¿De quién fue la
culpa? Quizá del mecánico, que no la revisó bien. O de un desalmado que arrojó clavos al asfalto
para fastidiar a otros. O de mí mismo: llevo muchos días sin controlar la presión del aire.
En las quejas, pensamos normalmente en personas más o menos concretas. No tendría sentido
levantar nuestras condenas y protestas contra ideas, pues las ideas en sí mismas no hacen nada, ni
tienen ninguna responsabilidad sobre la marcha del mundo. Nadie sensato acusaría a la idea de
justicia de las muchas injusticias que existen en el mundo. A lo sumo, acusaría a quienes viven
según ideas equivocadas, pero ni siquiera en ese caso habría culpa en las malas ideas, sino en las
personas que las aplican.
En ocasiones nuestras quejas, por cosas pequeñas o por asuntos mucho más graves, no se dirigen
contra personas concretas de nuestro planeta. Van directamente contra Dios.
Cuando perdimos un trabajo, cuando un amigo nos traicionó con una calumnia miserable, cuando
un juez condenó al inocente y dejó libre al culpable, cuando un tirano inició una guerra que provocó
miles de muertes... En esos momentos no sólo lanzamos nuestras quejas contra los culpables
concretos, sino que miramos al cielo: ¿por qué Dios ha permitido esto? ¿Por qué no remedia tantos
sufrimientos humanos? ¿Por qué guarda silencio?
La queja contra Dios adquiere un matiz peculiar, diferente de las quejas “ordinarias”. De modo
implícito, reconocemos que Dios no es de este mundo, que está “lejos”. De lo contrario, nuestra
queja sería llevada en sobre, por correo electrónico o con una enorme manifestación popular, allá
donde tuviera una residencia concreta y una presencia “normal” el Dios “mundano” al que le
pedimos justicia.
Además de ver a Dios como “lejano”, al quejarnos contra Él lo suponemos como “implicado”, de
algún modo, en los asuntos del mundo. Pensamos, con más o menos claridad, que conoce lo que
pasa, y que puede intervenir en un sentido o en otro. No tiene sentido quejarse contra alguien que ni
sabe ni puede hacer nada ante las injusticias y sufrimientos que tocamos cada día.
Frente a ese Dios “lejano” pero “implicado”, miles de corazones levantan sus quejas, sus reproches.
En esas quejas se esconde una convicción muy particular: no es posible que conviva Dios con cierto
tipo de males.
¿De dónde arranca esa convicción, o idea, o presentimiento? Aunque nos puede sorprender, no nos
parece imposible que conviva un policía en el mismo edificio en el que “trabaja” un ladrón, pues la
presencia del policía no es suficiente para que todas las personas cercanas se comporten bien. ¿Por
qué, sin embargo, pensamos que son incompatibles la existencia de Dios y los disparos de un
asesino que mata a un familiar cercano?
Pensar que el mal y la injusticia chocan frente a la existencia de Dios sólo es posible si suponemos
que Dios es un ser con unos poderes tan grandes que, simplemente con desearlo, podría no sólo
evitar males muy graves, sino arreglar el mundo en cualquier momento y con la máxima facilidad.
Atribuir tales poderes a Dios, ¿es suficiente para “obligarle” a actuar, para considerar que no es
justo que Dios se cruce de brazos, para decir que se “equivoca” al no comportarse según deseamos
y esperamos de Él?
Al pensar así cometemos una contradicción, a veces casi inconsciente. Por un lado, suponemos la
omnipotencia de Dios. Por otro, lo creemos “obligado” a ciertos modos de comportarse, como si
nosotros supiéramos algo que Él no sabe, o como si estuviésemos convencidos de que nuestros
deseos y aspiraciones son mejores (más justos) que los suyos.
Algunos van más lejos y no sólo se quejan contra Dios, sino que niegan que sea realmente bueno.
Ante tanto sufrimiento, sobre todo de inocentes, resulta “escandaloso” que Dios no use sus poderes
para el bien, sino que los guarde escondidos e inutilizados, como si quisiera “ahorrar” energías para
no sabemos exactamente qué momento de la historia.
De nuevo, ¿de verdad la falta de intervención de Dios en aquellos casos en los que desearíamos
verlo actuar es un argumento válido para negar su bondad? ¿No existen otros caminos en los que un
Dios bueno y omnipotente pueda actuar, quizá en el futuro, sin que nos deje sin esperanza en el
presente? ¿Es que la espera y el silencio de Dios ante los males del mundo van contra lo que Dios
sea en sí mismo? ¿No ocurrirá más bien que somos nosotros quienes tenemos una idea equivocada
de Dios a la que dirigimos nuestras críticas?
Hay quienes dan un paso ulterior, pues ante el mal en el mundo concluyen que Dios no existe. Pero
sería más lógico decir que no existe el Dios que ellos suponen incompatible con ese mal, cuando
sería posible otro Dios que, de maneras que van más allá de nuestras categorías, permite ciertos
males al mismo tiempo que deja abiertos caminos para obtener, de esos mismos males, bienes
mucho mayores, algunos ya en esta vida, otros en la vida que iniciaría tras la muerte.
Además, ¿queda explicado el problema del mal si eliminamos a Dios del horizonte? ¿No
tendríamos que reconocer que si no existe Dios millones de seres humanos morirán tras haber
pasado por este mundo entre injusticias y sufrimientos que no desearíamos para nadie? ¿Qué
justicia tendrán esas personas si no hay un Ser superior que acoja sus lágrimas y que les permita el
ingreso a un mundo de justicia plena, siempre que se hayan comportado de modo correcto?
De un modo paradójico podemos notar, a modo de una “conclusión” por ahora incompleta, que las
quejas contra Dios tienen sentido si existe Dios, pero llevan a un modo de juzgarlo incompatible
con las mismas premisas desde las cuales las quejas encuentran su fundamento.
Ello no quita el que haya situaciones y angustias en los corazones humanos que nos llevan a mirar
al cielo y a buscar una respuesta más allá de este mundo. Si esa mirada madura, si nos abrimos a la
grandeza del misterio que se esconde detrás de la identidad de Dios, será posible superar actitudes
que llevan a quejas sin sentido.
Podremos, entonces, afrontar los sufrimientos humanos en una perspectiva diferente y más abierta a
ese Ser que es capaz de explicar el origen y el destino definitivo de todas las existencias humanas,
especialmente de aquellas más angustiadas y sufrientes, las que más necesitan de una ayuda divina
para alcanzar esa justicia que les fue negada en esta tierra.