Programas de autoayuda: una reflexión crítica
P. Fernando Pascual
14-5-2011
Las técnicas y programas de autosuperación, autoayuda, autocapacitación, autoeducación, así como
teorías sobre el potencial humano y sobre la autorrealización, no son algo nuevo. Con variantes
importantes existían ya en algunas escuelas filosóficas del mundo griego antiguo y en diversos
caminos espirituales de lo que llamamos como “Oriente”.
Esas técnicas y programas no son homogéneas. Entre ellas se dan variantes más o menos profundas.
Pero en el fondo se construyen sobre algunas premisas o suposiciones comunes. Vamos a fijarnos
en dos de esas premisas.
La primera afirma la existencia en cada ser humano de fuerzas y capacidades naturales que, bien
conocidas y aprovechadas, permitirían lograr un buen desarrollo personal, orientarse hacia metas
buenas, llegar a ser felices, resolver satisfactoriamente los propios problemas.
Identificar esas fuerzas no es fácil. Además, las distintas propuestas y escuelas identifican fuerzas
positivas diferentes y, en ocasiones, casi contrarias respecto de lo indicado por otras escuelas.
Para algunos, por ejemplo, el instinto que lleva a los placeres básicos sería una fuerza positiva,
como defendía en el pasado el epicureísmo, y como en parte defienden algunos grupos libertinos o
hedonistas.
Para otros, lo positivo natural consistiría en esa capacidad de autocontrol racional que nos permite
vivir rectamente, según una idea ya presente en los estoicos y repropuesta por autores como Kant.
Contraponer estas dos tendencias tan diferentes permite darnos cuentas de que no resulta fácil
identificar cuáles sean las fuerzas positivas y naturales que los seres humanos deberían usar
correctamente para alcanzar, por sí mismos, la felicidad.
La segunda premisa es que los males, sufrimientos, angustias, desalientos, surgen o por falta de
conocimientos o por un influjo negativo de la sociedad. En el caso de un conocimiento insuficiente
o inadecuado, bastaría con conocerse a uno mismo de modo correcto para reorientar la propia vida y
conquistar así la armonía y la felicidad tan deseadas. En el segundo caso (haber sido condicionados
por un ambiente negativo), habría que reformar la sociedad o cambiar el ambiente para eliminar
influjos dañinos y para promover una serie de mecanismos que permitan entrar en el modo correcto
de pensar y de actuar.
Estas dos premisas, más o menos unidas entre sí, explican la abundancia de libros, métodos,
conferencias, gurús y sistemas orientados a ayudar a las personas a salir de situaciones negativas y a
introducirlas en el camino de la plena autorrealización personal. En general, las técnicas de
autoayuda no cierran los ojos a las muchas dificultades que impiden ser felices a millones de seres
humanos, pero suponen que con una guía acertada sería posible salir del túnel (de la caverna, si
usamos una imagen ya presente en Platón) de prejuicios o influjos negativos, y así empezar a vivir
de modo nuevo, pleno, realizado.
Las situaciones de descontento, amargura, tristeza, depresiones más o menos profundas en las que
viven tantos y tantos hombres y mujeres del presente explican el gran éxito de este tipo de técnicas.
¿Quién no se siente atraído al escuchar que puede, a través de un libro, de unas conferencias o de
varios fines de semana de “tratamiento”, romper con un presente gris y aburrido para entrar en un
horizonte maravilloso de experiencias gratificantes? ¿Quién no siente el deseo de probar un secreto
o una fórmula casi mágica para empezar a vivir de modo feliz y realizado?
Pero aquí empiezan a surgir numerosos problemas. Por un lado, ¿qué técnica sería la mejor? El
mercado de los métodos de autoayuda es enorme. El pluralismo de promesas, ¿no indica que algo
no va bien? Alguno dirá que no existe una técnica para todos, sino que cada uno debe encontrar la
que mejor cuadre con su situación. Pero entonces, ¿no caemos en un subjetivismo peligroso?
Además, ¿no ha habido (y hay) técnicas y grupos que llevan al fanatismo, al engaño de grupo, al
plagio, incluso a formas de depravación sectaria?
Por otro lado, ¿basta con saber para empezar a vivir bien? La experiencia personal nos dice que un
buen libro puede suscitar emociones o llevar a clarificaciones mentales más o menos interesantes,
pero luego el peso de la propia psicología, ciertos hábitos arraigados, presiones del ambiente, hacen
que lo reconocido como válido sea incapaz de provocar decisiones firmes, sin las cuales es
imposible iniciar un cambio profundo de conductas.
Sería erróneo, a partir de lo anterior, declarar que todo lo que se ofrece en este tipo de técnicas no
sirva para nada. A veces un buen consejo, un poco de luz para conocerse a uno mismo, permite salir
de situaciones de estancamiento que nos dañaban por meses o incluso por años. Además, en cada
ser humano hay energías interiores que, bien usadas, llevan a avanzar hacia metas buenas, hacia
conquistar importantes, hacia mejoras en la vida personal y en las relaciones con los demás.
Sin embargo, muchas veces percibimos cierto desorden íntimo que nos impide vivir según
principios sanos y que nos arrastra hacia ese mal que no queremos hacer. La famosa frase de
Ovidio, “video meliora proboque, deteriora sequor”, vale para todos los tiempos y culturas, para los
hombres con títulos académicos y para quienes no consiguieron nunca ir a la escuela.
Es cierto que si ponemos a la obra lo que reconocemos como “peor” es porque esperamos alcanzar
algún beneficio, más placer, más poder, más dinero. Pero también es cierto que el beneficio
alcanzado desde lo malo deja una extraña tristeza en el alma, al percibir la propia bajeza y
fragilidad, al reconocer que uno ha renunciado a valores buenos para buscar felicidades fugitivas y
muy frágiles.
Habrá quienes digan, entre los múltiples sistemas de autoayuda, que no existen cosas malas ni cosas
buenas, y que basta con un poco de lectura para reconocer que todo estaría permitido, que cada ser
humano decide cómo invertir sus capacidades según le indiquen las preferencias y gustos del
momento. De este modo, según este tipo de teorías, desaparecerían los sentimientos de culpa y el
hombre acogería con gran serenidad de espíritu cualquier estilo de comportamiento que escogiera.
Pero, ¿es eso una vida auténticamente humana? ¿De verdad, podemos decir que vale todo? ¿No hay
hechos y situaciones que nos despiertan y sacuden ante felicidades de fogueo que al final cansan no
sólo al mismo sistema nervioso, sino también a ese corazón que tenemos y que busca lo grande, lo
bueno, lo bello, lo justo?
Además, ¿qué decir a quienes, por enfermedades físicas o psicológicas, por opresiones e injusticias
profundas, transcurren la propia existencia entre dolores profundos? ¿Basta una ciencia como la de
los estoicos para contentarse con el propio destino y vivir tranquilos, incluso entre cadenas y
chinches que muerden la propia carne?
Ante este tipo de preguntas quedan dos alternativas: o la aventura humana se limita a lo terreno y
termina con la muerte, sin que exista ningún Ser supremo dispuesto a actuar a favor de los hombres;
o existe Alguien (Dios) no sólo bueno, sino también interesado en actuar a favor de los hombres y
en defensa de la justicia.
Muchas técnicas de autoayuda suponen lo primero: todo se decide en esta vida y para esta vida; a lo
sumo, dejan a Dios en la periferia, como algo opcional que puede creerse o dejarse de lado según la
satisfacción que cada una de las alternativas produzca en la persona concreta. Pero de este modo
cierran a la experiencia humana un horizonte importante, irrenunciable, de esperanza.
En cambio, si Dios existe y si se interesa por nosotros, el camino para corregir los males entre los
hombres tiene que llegar precisamente de lo alto. La ayuda que pueda venir de los cielos es
infinitamente más completa, más entusiasmante y más eficaz que la ofrecida por muchas técnicas de
autoayuda vacías de transcendencia e incapaces de abrirnos a una esperanza completa.