No juzgar para no ser juzgados
P. Fernando Pascual
14-5-2011
Condenar es fácil. Tan fácil como beber un vaso de agua. Porque la sed nos lleva a buscar una
bebida que nos alivie, y porque la condena, aparentemente, sirve para desahogar rencores que
corroen nuestras almas.
Pero las condenas pueden ser injustas, o desproporcionadas, o amargas. La facilidad con la que
juzgamos a otro como despreciable, como enemigo, como indigno, nos lleva a cometer errores
graves de apreciación, nos arrastra en ocasiones a condenar a inocentes.
Otras veces la condena es acertada: censuramos a alguien por sus fallos reales, por sus cobardías,
por sus omisiones, por sus delitos. Pero, ¿sirven siempre este tipo de condenas? ¿Ayudan al
delincuente a mejorar su vida? ¿Alivian a las víctimas y restablecen la justicia herida? ¿Nos
convierten en mejores seres humanos?
Antes de condenar, podríamos preguntarnos si estamos seguros respecto del mal supuestamente
cometido y de la mejor manera de avanzar hacia la justicia. No sirven las condenas cuando son
simples desahogos llenos de amargura. Sirven cuando están unidas a un profundo respeto hacia las
víctimas y a un sincero deseo de rescatar a los verdugos.
Junto a la condena, es importante mirar la propia alma para ver si no tenemos una viga en el propio
ojo cuando queremos eliminar la paja del ojo ajeno. Es señal de incoherencia condenar a unos por
hechos no muy graves mientras tenemos, como un peso del corazón, la certeza de haber dañado a
otros en sus bienes o en su buena fama.
En la historia humana hubo quien, desde una justicia perfecta y un corazón bueno, tenía pleno
derecho a condenar. Sabía lo que estaba escondido dentro de cada uno. Conocía las hipocresías y las
miserias de los seres humanos.
Ese Hombre, que se llamaba Jesús, emitió juicios severos sobre quienes condenaban y perseguían a
otros, mientras no hacían nada por eliminar sus propios delitos. Al mismo tiempo, dijo con
serenidad que no había sido enviado para juzgar al mundo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,17; 12,47),
aunque tenía pleno poder para emitir sentencias (cf. Jn 5,27).
Por eso su invitación sigue en pie, quizá más urgente que nunca: “No juzguéis, para que no seáis
juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se
os medirá” ( Mt 7,1-2).