Juan Pablo II, un discípulo enamorado
P. Fernando Pascual
29-4-2011
Su vida pudo haber sido muy diferente: quizá un poeta, o un profesor, o un trabajador en los miles
de ámbitos de la vida humana. Pero se dejó envolver por Dios, y su existencia recibió un rumbo
diferente, apasionado, divino.
Mientras la experiencia del sufrimiento penetraba en su alma, Karol Wojtyla inició un camino que
le condujo, poco a poco, al descubrimiento de una presencia, de una fuerza, de una gracia, que
redime, que ilusiona, que da esperanza. Supo reconocer a Dios presente en su vida y en la de cada
ser humano. Se dejó amar y empezó a amar.
El camino espiritual de Karol Wojtyla surge desde el Evangelio y culmina en el Evangelio. La meta
era la misma de todos los cristianos: alcanzar a Cristo, dejarse guiar por el Espíritu Santo, abrirse a
la Voluntad de Dios como María.
No podemos pensar en la trayectoria de aquel hijo de Polonia simplemente desde los
acontecimientos humanos. La muerte de sus familiares (padres, hermanos), la Segunda Guerra
Mundial, la ocupación alemana, su primer grave accidente, los encuentros con personas
profundamente convencidas de su fe, tuvieron sentido pleno sólo porque le permitieron abrirse a la
acción de Dios, porque le llevaron al amor.
Sin la óptica divina nos quedamos en la periferia. Desde ella, en cambio, podemos comprender la
trayectoria maravillosa de Karol como seminarista, sacerdote, obispo, Papa.
Con la beatificación de Juan Pablo II la Iglesia simplemente reconoce la grandeza de Dios que
transforma el barro frágil en vasijas de la gracia y del amor (cf. 2Co 4,7). Desde la acción divina,
cada bautizado sabe que todo lo puede, apoyado en Aquel que dijo: "Yo he vencido al mundo" ( Jn
16,33).
Juan Pablo II fue, en pocas palabras, un discípulo enamorado. Siguió al Maestro y aprendió la
escucha continua de su Evangelio. Por eso mismo Jesús le encomendó la misma tarea que había
dejado al primer Papa y a los demás Papas de la historia: "Apacienta mis corderos" (cf. Jn 21,15-
17).
Como discípulo y como pastor de la Iglesia, avanzó entre tormentas y dificultades, con la certeza de
que las puertas del infierno nunca triunfarían contra la Iglesia (cf. Mt 16,18). Por eso, su mirada, sus
palabras, sus gestos, sus escritos, se convirtieron para millones de católicos en una guía segura, en
una pauta para vivir firmes en la misma fe, seguros en la esperanza que salva.
Como Pedro, también el Papa venido desde lejos pudo confirmar a sus hermanos, sostenido por la
constante oración de Jesucristo (cf. Lc 22,32). Como Pedro, tendió sus manos y fue conducido a
donde no quería (cf. Jn 21,18). Como Pedro, abrió los labios para anunciar el único nombre en el
que podemos alcanzar la salvación (cf. Hch 4,8-12).
Tras su muerte, Juan Pablo II fue recibido por el Dios al que tanto había amado y por el que tanto
había luchado.
Ahora, desde el cielo, sigue acompañando a la Iglesia peregrina. Por eso, podemos pedirle tras su
beatificación, como lo hiciera ya en el año 2005 el entonces Cardenal Ratzinger (ahora Benedicto
XVI), que nos bendiga desde la Casa del Padre, que nos acompañe en el camino que lleva a la gran
fiesta de los redimidos por la sangre del Cordero.