Algunos criterios éticos para el uso de Internet
P. Fernando Pascual
13-4-2011
El uso correcto de los medios de comunicación social es posible desde un buen estudio
de los mismos y desde el conocimiento y la aplicación de las normas de orden moral,
como explicaba el Concilio Vaticano II en el Decreto “Inter mirifica” (n. 4).
Por lo mismo, a la hora de reflexionar sobre los caminos para lograr un buen uso de
Internet (un poderoso medio de información y comunicación), no sería necesario
establecer nuevos criterios éticos, pues bastaría con conocer los criterios éticos
generales y aplicarlos a los nuevos ámbitos y circunstancias (cf. Pontificio Consejo
para las comunicaciones sociales, “Ética en las comunicaciones sociales”, n. 28).
A través de estas líneas queremos recoger algunos criterios éticos ofrecidos por la
Iglesia católica para un uso éticamente adecuado de Internet, lo cual exige una
atención particular a las características propias de este nuevo ámbito comunicativo,
como, por ejemplo, su rapidez en la difusión, y su alcance potencialmente universal.
El criterio fundamental que guía las distintas aplicaciones está en el reconocimiento de
la centralidad de la persona humana, que es el agente y el destinatario de todo lo que
ocurre en el mundo de la comunicación: “Como sucede con otros medios de
comunicación, la persona y la comunidad de personas son el centro de la valoración
ética de Internet” (Pontificio Consejo para las comunicaciones sociales, “Ética en
Internet”, n. 3).
Puesto que el ser humano está constitutivamente abierto hacia la verdad, existe un
derecho a la información, que será correcta si es verdadera e íntegra (cf. “Inter
mirifica”, n. 5). Este derecho exige, además, que la información sea asequible a todos,
y que exista una diversidad de fuentes de información para que las personas tengan la
posibilidad de valorarlas y de elegir las mejores (cf. Pontificia Comisión para las
comunicaciones sociales, “Communio et progressio”, nn. 33-43), lo cual resulta
especialmente posible gracias a las muchas iniciativas informativas que se hacen
presentes en Internet, y que compiten seriamente con los medios tradicionales
(prensa, radio, televisión).
Por eso, junto al derecho a la información existe el deber de los “lectores” (de los
internautas) de escoger aquello que sobresale en virtud, ciencia y arte, y de evitar “lo
que pueda ser causa u ocasión de daño espiritual, lo que pueda poner en peligro a
otros por su mal ejemplo, o lo que dificulte las informaciones buenas y promueva las
malas”. Hay que ser conscientes, además, de que los medios pueden desvirtuarse
“cuando se colabora con empresarios que manejan estos medios con móviles
exclusivamente económicos” (“Inter mirifica”, n. 9).
Quienes producen y difunden material de diverso tipo en los medios y en Internet no
pueden olvidar que mientras informan pueden dirigir, para bien o para mal, el modo
de actuar de otras personas. Ello significa que un criterio básico a la hora de valorar
las informaciones que se van a publicar consiste en preguntarnos si contribuyen o no
a salvaguardar y fomentar el bien común (cf. “Inter mirifica”, n. 11; “Communio et
progressio”, n. 16). Esto vale también en lo que se refiere al respeto y tutela de la
buena fama de las personas y de sus derechos, así como la no publicación de secretos
“si lo exigen las necesidades o circunstancias del cargo o el bien público” (“Communio
et progressio”, n. 42).
Aquí se hace necesario aludir a un tema complejo: ¿qué deberes tienen las
autoridades civiles hacia los medios de comunicación social y hacia Internet? En el
decreto “Inter mirifica” se dan una serie de indicaciones importantes: las autoridades
deben velar por una verdadera y justa libertad de información; “fomentar la religión,
la cultura, las bellas artes”; defender a los destinatarios; ayudar a iniciativas, sobre
todo las provechosas para los jóvenes; procurar con leyes “que el mal uso de estos
medios no desencadene graves peligros para las costumbres públicas y el progreso de
la sociedad” (“Inter mirifica”, n. 12).
Elaborar leyes orientadas a estos fines nos lleva a reconocer la “dialéctica” que existe
entre libertad de información y de expresión, por un lado, mientras que por otro
existe el deber de evitar (a través de una censura bien entendida) que escritos o
material de diverso tipo dañen la buena fama o la privacidad de las personas, o
pongan en peligro bienes fundamentales para la convivencia.
Por lo que se refiere al primer polo apenas mencionado, el de la libertad de expresión,
se hace necesario reconocer que con ella es posible ofrecer las propias opiniones, pero
siempre en el marco de los límites de la honestidad y del bien común (cf. “Communio
et progressio”, nn. 24, 44-47, 116-117; Pontificio Consejo para las comunicaciones
sociales, “Iglesia e Internet”, n. 12). Existen, sin embargo, situaciones en las que no
existe ningún derecho a la libre información:
“Se dan casos obvios en los que no existe ningún derecho a comunicar, por ejemplo el
de la difamación y la calumnia, el de los mensajes que pretenden fomentar el odio y el
conflicto entre las personas y los grupos, la obscenidad y la pornografía, y las
descripciones morbosas de la violencia. Es evidente también que la libre expresión
debería atenerse siempre a principios como la verdad, la honradez y el respeto a la
vida privada” (“Ética en las comunicaciones sociales”, n. 23).
En este contexto hace falta reconocer la existencia de un deber de rectificar cuando se
ha ofrecido una información errada, deber que también implica dejar abiertos espacios
para que las personas puedan hacer oír su voz, responder, apoyar o rectificar las
informaciones ofrecidas por otros (cf. “Communio et progressio”, nn. 41, 81-83). Todo
ello es posible desde la honestidad por parte de quienes presentan cualquier
información o dato al público, y desde la actitud protagónica de quienes son
receptores (y no sólo receptores) de lo que se expone en los medios tradicionales o en
Internet:
“Los receptores serán realmente parte activa, si interpretan rectamente las noticias
presentadas, juzgándolas y ponderándolas según su fuente y contexto; si las escogen
con prudencia y diligencia y un espíritu crítico exigente; si en los casos necesarios
completan la información recibida con datos adquiridos de otras fuentes; si no dudan
de manifestar con franqueza su asentimiento, sus reservas o su abierta
desaprobación” (“Communio et progressio”, n. 82).
Lo que acabamos de decir da algunas pistas para el segundo polo, el de la censura,
que tan mala aceptación tiene pero que se hace necesaria por motivos de
convivencia; muchos países prohíben, por ejemplo, la publicación y difusión de ideas
racistas en los medios de comunicación. Si bien lo mejor es la autoreglamentación, es
decir, esa actitud de honestidad por la cual uno mismo decide no publicar material
inconveniente, también hay que intervenir con leyes concretas que se “opongan a las
palabras de odio, a la difamación, al fraude, a la pornografía infantil, a la pornografía
en general, y a otras desviaciones” (“Ética en Internet”, n. 16).
Un deber moral que afecta a todos, especialmente a los padres, consiste en ayudar y
educar a los niños y jóvenes (también a los adultos) en el buen uso de los medios de
comunicación (cf. “Inter mirifica”, n. 10; “Communio et progressio”, nn. 65-70). Como
parte de esta tarea, los padres están llamados a vigilar “para que los espectáculos, las
lecturas y cosas similares que sean contrarias a la fe o las costumbres no traspasen el
umbral de su hogar ni vayan sus hijos a buscarlos en otra parte” (“Inter mirifica”, n.
10). Resulta, igualmente, “muy útil que los padres y educadores sigan las emisiones,
películas, publicaciones que más atraen a los jóvenes, y de las cuales, después,
podrán discutir con ellos y despertar y educar su sentido crítico” (“Communio et
progressio”, n. 68).
Lo anterior se aplica de modo particular a Internet, donde los hijos pueden “perderse”
a la hora de navegar. Junto al peligro de que los hijos empleen un tiempo excesivo en
la Red, encontramos serias amenazas que surgen del hecho de que Internet permite
un acceso casi ilimitado a contenidos inadecuados, al engaño, al bulismo (agresiones
e insultos por parte de otros), o a peligros mayores. Por eso es recomendable que los
padres establezcan un horario para el acceso a Internet, que tengan la computadora
(o los distintos y novedosos dispositivos que permiten el acceso a la Red) en un lugar
visible, que sepan usar un buen programa de filtro, entre otras medidas que pueden
adoptarse (cf. “Iglesia e Internet”, n. 11). Al respecto, en “Ética en Internet” leemos
lo siguiente:
“En lo que a Internet se refiere, a menudo los niños y los jóvenes están más
familiarizados con él que sus padres, pero éstos tienen la grave obligación de guiar y
supervisar a sus hijos en su uso. Si esto implica aprender más sobre Internet de lo
que han aprendido hasta ahora, será algo muy positivo. La supervisión de los padres
debería incluir el uso de un filtro tecnológico en los ordenadores accesibles a los niños,
cuando sea económica y técnicamente factible, para protegerlos lo más posible de la
pornografía, de los depredadores sexuales y de otras amenazas. No debería
permitírseles la exposición sin supervisión a Internet. Los padres y los hijos deberían
discutir juntos lo que se ve y experimenta en el ciberespacio. También es útil
compartir con otras familias que tienen los mismos valores y preocupaciones. Aquí, el
deber fundamental de los padres consiste en ayudar a sus hijos a llegar a ser usuarios
juiciosos y responsables de Internet, y no adictos a ella, que se alejan del contacto
con sus coetáneos y con la naturaleza” (“Ética en Internet”, n. 16; cf. también
Benedicto XVI, “Mensaje para la Jornada mundial de las comunicaciones sociales”
2007).
Entre otras consideraciones éticas que se pueden hacer, quedan dos puntos relativos
a los portales católicos de Internet y a las intervenciones concretas de los bautizados
en los muchos espacios de participación disponibles gracias a Internet (blogs, redes
sociales, páginas que acogen comentarios de los internautas).
Sobre el primer punto, la Iglesia nota que existe una inflación de sitios (páginas) de
Internet que se autodenominan “católicas” y que ofrecen ideas de todo tipo, además
de modos de actuación que no siempre corresponden a las reglas básicas de
convivencia y de caridad cristiana (cf. “Iglesia e Internet”, n. 8). Ante esta situación,
podemos tener presentes estas indicaciones:
“Como hemos visto, un aspecto especial de Internet concierne a la proliferación, a
veces confusa, de sitios web no oficiales que se definen „católicos‟. Con respecto al
material de índole catequética o específicamente doctrinal, podría ser útil un sistema
de certificación voluntaria a nivel local y nacional bajo la supervisión de
representantes del Magisterio. No se trata de censura, sino de ofrecer a los usuarios
de Internet una guía segura sobre lo que expresa la posición auténtica de la Iglesia”
(“Iglesia e Internet”, n. 11).
Respecto al segundo punto (las publicaciones y participaciones de los bautizados en
Internet) es oportuno señalar que los especialistas y quienes tienen la tarea de
enseñar la fe a los fieles han de prestar atención para que no se divulguen
investigaciones o propuestas “de frontera” elaboradas por los estudiosos como si
fuesen doctrina católica, cuando hay ocasiones en las que conviene esperar el juicio
de los pastores sobre las ideas afrontadas en tales investigaciones. Por lo mismo, se
hace necesario educar en un sano espíritu crítico a los receptores, para que no den
por “católica” cualquier idea que encuentran en Internet, aunque sea presentada por
personas conocidas por su nivel intelectual (cf. “Communio et progressio”, n. 118).
Salvando las distancias que hay que salvar, lo anterior se aplica para cualquier otro
tipo de participación de los bautizados en los millones de páginas de Internet: muchos
intervendrán desde la verdadera fe católica, pero muchos otros lo harán desde ideas
personales que no corresponden, por desgracia, a la verdadera doctrina de la Iglesia.
Podemos concluir estas alusiones sobre la ética en Internet con una hermosa síntesis
en la que se aplican las virtudes cardinales a los inmensos horizontes del mundo
digital. Tal síntesis está tomado de un documento ya citado varias veces, “Iglesia e
Internet”. Los textos reproducidos entre comillas corresponden al n. 12 del mismo.
En primer lugar, para un buen uso de Internet hace falta prudencia, “para ver
claramente las implicaciones -el potencial para el bien y para el mal- de este nuevo
medio y responder creativamente a sus desafíos y oportunidades”.
En segundo lugar, hay que recurrir a la justicia, “especialmente justicia en el trabajo
de cerrar la brecha digital, la separación entre ricos y pobres en información en el
mundo actual”, a través de una auténtica “globalización de la solidaridad”. Podemos
añadir aquí, respecto de la solidaridad, lo que también se dice en “Ética en Internet”
(nn. 3-5, 11, 13-15, 17).
En tercer lugar, es necesaria la fortaleza, con la que resulta posible “defender la
verdad frente al relativismo religioso y moral, el altruismo y la generosidad frente al
consumismo individualista, y la decencia frente a la sensualidad y el pecado”.
Por último, hace falta “templanza, autodisciplina ante este formidable instrumento
tecnológico que es Internet, para usarlo con sabiduría y exclusivamente para el bien”.
Las cuatro virtudes, por lo tanto, valen también para Internet. Con ellas será posible
un uso adecuado de este nuevo instrumento, con el que no sólo trabajaremos en la
construcción de un mundo más justo, sino que estimularemos y fomentaremos aquellas
disposiciones y conocimientos que preparan a los seres humanos al encuentro, definitivo, con Dios.