Cicatrices

Autor:  Diácono Lorenzo Brizzio

 

 

En el camino de la vida, encontré un día, a aquel hombre abrumado por el dolor que produce                                                                                                                     
un corazón herido por un orgullo religioso, que no aceptaba perdonar, a pesar de los años, a          
quien lo hiriera. Quizás sin darse cuenta de que, por el pecado ajeno, él se condenaba a la muerte eterna, por no saber perdonar.                   

Nos sentamos en aquella tarde de abril, en un banco de alguna plaza, bajo los árboles cuyas hojas eran teñidas por las paletas del otoño, con la policromía de amarillos y ocres,
en ese marco, me contó como tantas veces se acercó a distintos confesonarios, y cuantas
veces se arrepintió de su falta de amor. Me contó cómo a pesar de ello no podía perdonar
a aquel ser, tan íntimamente ligado, por aquella falta de aquel, en contra suya.

Mientras escuchaba sus palabras de dolor, vino a mí, el recuerdo de aquel sabio de la vida,
ante quien, tantas veces de rodillas, le pedí a Dios perdón de mis pecados, y que ante mis
dudas, sobre la absolución de mis pecados; decía:
- Recuerda hijo mío, que un pecado, cuando grave es éste, produce en tu corazón, una         
  herida, la cual no puede sanar si sigue infectada por el odio. Inútil será tu confección, si
  tú no perdonas al igual que tu Padre Dios, perdona tus pecados.
  Mira –me decía- esta cicatriz, y levantando la manga de su hábito, me mostraba una clara
  y vieja cicatriz en su brazo. Y recordaba, me la hice cuando niño, no sabes cuanto dolió y
  cuantos días tardó en sanar. Aun duele en mí, aquella herida cuando recuerdo aquel día,
  pero no sangra ya más, y tampoco me duele cuando la toco.
  Así es también la herida de un pecado, puede demorar en sanar, pero cuando sé la desin-
  fecta del odio, sana más rápidamente, y cuando por fin es ya una cicatriz, no molesta más,
  si bien nunca olvidaras el dolor que causó la herida, lo importante es que ya no sangre, que
  sea solo eso, “una cicatriz” que recuerda aquel hecho y que hoy puedo tocarla sin recelo, sin
  que cause dolor alguno.-

Después de escuchar sus penas, le cuento aquel recuerdo de mi vida. Cuando terminé, sus
ojos tenían un brillo intenso, un poco por la paz interior, un poco por las lágrimas que ya rebasaban sus ojos, y fueron enjugadas con el dorso de sus manos, y que no dudo, esas lágrimas tenían un sabor diferente.
Volvió a mí, sus ojos y prometiendo perdonar, con un tibio “gracias”, se alejo.
Hoy, después de largo tiempo, nos cruzamos en la calle, sus hombros erguidos, sus ojos llenos de luz, la sonrisa en sus labios..., me dijeron, sin palabras, que la herida de su corazón
era ya una cicatriz.-